En muchas de
las antiguas culturas del hemisferio norte, el año comenzaba justo en el
equinoccio de primavera, ajustando su calendario con el ciclo solar, acorde con
el despertar de la naturaleza tras su letargo invernal.
Siempre asociada con divinidades maternales, la
siempre amable naturaleza sigue
ofreciendo los dones apropiados a cada época del año a los habitantes de
bosques y praderas y, cómo no, también a los humanos, ya residan en las
ciudades o en el medio rural, y ante el progresivo aumento de la duración
diaria de luz solar y la mayor incidencia de los cálidos rayos del astro
central de nuestra galaxia, la tierra provee los frutos adecuados para
compensar el desajuste metabólico de nuestro organismo con refrescantes
verduras y hortalizas, ingredientes imprescindibles para apetitosas ensaladas y
menestras con que iniciar nuestros menús, y jugosas frutas, como dulces
colofones y sabrosos tentempiés.
Revisando antiguos manuales y recetarios de cocina
donde se establecían las dietas de temporada, en función de los productos que
hasta un pasado reciente sólo aparecían en los mercados en el momento óptimo
para nuestro general bienestar, descubrimos que ya en la cultura grecorromana nuestros
antepasados del ámbito mediterráneo celebraban en estas fechas la visita anual
de la divina Perséfone/Proserpina al territorio de su amadísima Démeter/Ceres,
para permanecer en los territorios maternos, lejos del oscuro reino infernal de
su esposo, durante seis meses, y como
toda invitada generosa, su presencia se ve acompañada de un apreciado
cargamento de regalos.
Manojos de delicados espárragos tanto silvestres
como cultivados, para ser consumidos a la plancha o salteados y aderezados con
o sin huevos batidos o cocidos en abundante agua hirviendo, de tiernos ajos
y de jugosas cebollas, para enriquecer
refrescantes ensaladas; atractivas espinacas, imprescindibles en los potajes
cuaresmales y equilibrada guarnición de platos de caza menor y de pescados
azules, y base de emblemáticos platos de la gastronomía cordobesa y granadina;
galaicos grelos, para compensar los platos de lacón cocido con sus
correspondientes “cachelos”; diminutos granos de habas y de guisantes;
crujientes acelgas, cuyo asequible precio tal vez sea la causa de su
injustificado desprecio en las grandes cocinas; aromáticas fresas pronto
acompañadas de las atractivas cerezas mensajeras de la posterior aparición de
los dorados nísperos y los estimulantes albaricoques, van apareciendo en los
mercados, dispuestos a adornar nuestros fruteros y enriquecerán nuestras
neveras y despensas, junto con toda la gama de setas -surgidas como hongos- en
praderas y bosques de nuestra variada geografía con las tan propicias como
deseadas lluvias primaverales.
En la actualidad, merced a la evolución del
transporte y de los sistemas tanto de producción como de conservación, podemos
disfrutar de todos estos productos durante el resto del año, pero tal vez haya
llegado la hora de que desde los medios de comunicación como por el buen hacer
de quienes ofician en los fogones de las cocinas públicas –sin prescindir de las innovadoras preparaciones que componen
las cartas de sus establecimientos-, en un gesto de humilde gratitud hacia la
gentil largueza de la amorosa naturaleza,
continuemos impulsando la sensatez de generaciones anteriores otorgando
el merecido protagonismo a esta serie de alimentos imprescindibles para el
óptimo funcionamiento de nuestro organismo, sin enmascarar sus aromas y sabores
ni alterar sus variados matices con condimentos no siempre oportunos o mediante
técnicas que esconden sus texturas, y se rescaten ancestrales recetas para
agradecer y propiciar la continuidad de esta sorprendente visita anual.
A disfrutar de y con ello
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