sábado, 13 de abril de 2013

LA ALCACHOFA: FLOR DE LA HUERTA TAMBIÉN PRIMAVERAL

Con la llegada del otoño y hasta bien avanzada la primavera, aparecen en nuestras mesas las delicadas alcachofas, tan deliciosas al paladar como agradecidas en cocina y oportunas para nuestro bienestar, ya que, al incluirlas en la dieta cotidiana invernal, facilitan notablemente la metabolización de los suculentos pucheros y guisos con que tradicionalmente nuestros antepasados combatían los rigores climáticos.


                                           
No hay certeza sobre el origen de la alcachofera (Cynara scolymus), si bien es muy probable que, al igual que ocurrió con muchas otras plantas habituales en nuestras huertas, fuera en Asia Menor donde lograran cultivar esta variedad de la familia de los cardos. Pero sí sabemos que en el antiguo Egipto gozaba de especial aprecio una planta muy similar a la que conocemos actualmente, ya que aparece profusamente representada en los monumentos de esa cultura que han llegado a nuestros días.


También en la antigua Grecia, cinco siglos antes de nuestra era, estimaron las alcachofas por las virtudes terapéuticas de sus componentes -que ahora se han dado en llamar “fitoquímicos”-, y se esforzaron por perfeccionar el cultivo de esta variante de los cardos salvajes para lograr aumentar el tamaño de los frutos de forma globular compuestos por tiernas hojas carnosas apiñadas y conseguir que perdieran las pequeñas espinitas llamadas "gavilancillos" en que terminan, con la intención de emplearlas en cocina en detrimento de las pencas que los sustentan.

Posteriormente, los cotizados médicos y cocineros helenos habían de difundir su consumo en Roma, y no es de extrañar que durante la expansión de tan vasto imperio se introdujera el cultivo de alcachofas en las fértiles vegas de los ríos que surcan Iberia -si acaso no debemos su conocimiento a los cartagineses-, donde, junto con las infraestructuras precisas para obtenerlas de la madre tierra, las debieron encontrar los hábiles hortelanos árabes al introducirse en la Península.

Objeto de interés de antiguos botánicos y estudiosos de la naturaleza, existe una abundante documentación de boticarios y galenos sobre la efectividad del consumo de  esta planta cuando se pretende disminuir la excesiva producción de ácido clorhídrico en el estómago, normalizar las disfunciones hepático-renales, estimular la producción de bilis, disminuir la cantidad de azúcar en sangre  y de ácido úrico en la orina, despejar el sistema circulatorio de grasas, tonificar el sistema nervioso y el metabolismo en general; también hay registradas numerosas referencias a distintos remedios de aplicación popular, como la saludable costumbre de beber el caldo de su cocción, para eliminar toxinas; de ingerir en ayunas unas cucharadas del resultado de exprimir las largas hojas frescas de color verde ceniciento de la alcachofera maceras en vino blanco con azúcar para aligerar el hígado, o beber un vasito del jugo resultante de haber cocido al baño-maría durante dos horas cuatro o cinco alcachofas desmenuzadas cubiertas de agua fría antes de pasarlas por un pasapurés, para activar las funciones cerebrales. 



Además, los tallos que sustentan los frutos, cocidos en agua hirviendo tras haber sido escaldados y escurridos -para suavizar su característico amargor-, y aderezados como si fuesen espárragos -los típicos “esquejes” aragoneses-, resultan muy eficaces para controlar la diabetes, y las raíces de la planta en infusión sirven como diurético y para despejar las vías digestivas.
  

Como en otros muchos casos, ahora está suficientemente contrastada la sabiduría acumulada en la cultura popular, pues tras haber sido sometidas a exhaustivos análisis en sofisticados laboratorios, conocemos que las distintas partes de la alcachofera contienen un diéster del ácido caféico y quínico, eficaz regenerador hepático y estimulante de la vesícula biliar llamado “cynarina” -que también evita el endurecimiento arterial  y mantiene bajos los triglicéricos-, además de  un principio amargo, la “cynaropicrina” -que parece tener cierta acción antitumoral-, y numerosos ácidos polifenólicos con virtudes laxante, diurética -potenciada con sales de potasio y flavonoides-, desintoxicante, antibacteriana, febrífuga, aperitiva, antidiabética y tonificante, y que previene el envejecimiento celular.

Tal cúmulo de virtudes explica que, para prolongar su tiempo de disponibilidad una vez cosechadas, la farmacopea tradicional procediera a la pulverización de sus hojas una vez desecadas mientras en los hogares se almacenaban los cogollos frescos con sus tallos enterrados en barriles de arena en los subterráneos de las casas o sumergidos en recipientes de barro tras haberlos sometido al proceso de escabechado.

Su cultivo no estaba exento de arduas tareas, pues  tal y como describe en su Diccionario de Cocina Ángel Muro, antes de que llegara el momento de ser recolectadas a mano -como se sigue haciendo en la actualidad-  no sólo había que elegir los mejores retoños de una primera planta y trasplantarlos, con una distancia intermedia de al menos un metro, por pares -con el fin de eliminar el más débil-, al terreno definitivo, con un sustento rico, bien aireado y regado, sino que, además, antes de la introducción de las técnicas auxiliares para rentabilizar su cultivo que en los últimos años se están aplicando en determinadas zonas agrícolas -como son las coberturas de plástico de los invernaderos o el regadío por goteo-, los hortelanos debían calzar las plantas, levantando la tierra alrededor de cada planta tras haber atado las hojas en haz, para protegerlas de los rigores invernales, e incluso, si preveían fuertes heladas, solían cubrir las partes sobresalientes con paja o con estiércol hasta que se suavizaba la temperatura durante la primera campaña de recolección, de octubre a enero, labor agradecida en las segunda floración, de marzo hasta mayo o incluso junio en el ámbito europeo. 



Pero nuestros antepasados consideraban tales esfuerzos bien empleados ante las propiedades de semejantes plantas, de las que no sólo utilizaban las cabezuelas con fines culinarios, base de numerosas recetas una vez desprovistas de sus hojas externas. Cortadas en finas láminas y asadas a la plancha o salteadas; fritas o en tortilla; horneadas o guisadas; con diversos rellenos y estofadas o rebozadas, aderezadas con alguna salsa blanca más o menos enriquecida, con vinagreta o con mahonesa, como ingrediente de menestras, panachés, platos de pasta o de arroces o como guarnición carnes y pescados, las alcachofas cambiaran de color al entrar en contacto con el aire tan pronto manipulemos en crudo los capullos, lo que no afecta a su sabor ni a su riqueza nutricional. 

Especialmente indicado para aquellas personas que padecen artritis, reuma, diabetes o estreñimiento, se recomienda el consumo de los capullos de la alcachofera para tratar las enfermedades hepatobiliares -al regularizar las funciones del hígado, activar la producción de bilis y disolver los cálculos biliares- así como para corregir los niveles de las dos clases de colesterol, bajar la hipertensión arterial y estimular la función renal y el apetito.

Con fama más o menos justificada de ser afrodisíacas, las alcachofas tienen, además de un alto porcentaje de fibra, un flavonoide que parece combatir el cáncer de piel según se ha comprobado en animales y unos componentes similares a la cafeína que activan la mente. Y aportan potasio (que regula el influjo nervioso, las contracciones musculares y el ritmo cardíaco y la humedad celular), fósforo (que ayuda a liberar rápidamente la energía precisa e interviene en la formación del esqueleto y libera rápidamente la energía precisa), calcio (regulador de la coagulación de la sangre y, con el anterior, fundamental en la formación y buen estado de huesos, uñas y dientes), sodio (que asegura el equilibrio de agua en el organismo y permite las contracciones musculares y los influjos nerviosos, hierro (imprescindible en la producción de glóbulos rojos, favorece la formación de hemoglobina, la oxigenación de las células y el equilibrio metabólico) y vitaminas A (antioxidante y antienvejecimiento celular), B1 (responsable del buen funcionamiento del corazón, sistema nervioso y muscular y de la transformación de los azúcares en energía) y C (que aumenta las defensas del organismo, devuelve luminosidad al rostro y mantiene piel, encías y huesos y el sistema circulatorio en buen estado, además de ayudar ayuda a la absorción y asimilación del hierro de la dieta y facilitar la cicatrización y curación de heridas y la formación y la síntesis del colágeno).

Así que no es de extrañar la diversidad de recetas que para cocinar las alcachofas a lo largo de los siglos se han ido imaginando, y en la actualidad continúan descubriendo, tanto en los hogares como en las cocinas públicas, quienes tienen aficiones culinarias, ya sea aplicando técnicas propias de otros manjares, utilizando instrumentos procedentes de otras culturas o tratando otras partes de la planta, como, dicho sea de paso, ya venían haciendo desde antiguo los habitantes de los países del ámbito mediterráneo. 



Cuando se dispone de pequeñas y tiernas alcachofas, las hojas interiores pueden comerse en crudo, aderezadas con limón, aceite y sal, que es el modo idóneo de conocer el verdadero sabor de esta flor, ya que en la base se nota perfectamente lo bien que combina su carnosidad con el ligero dulzor que tiene esta hortaliza.

Pero lo habitual es comerlas cocinadas: se incorporan al recipiente elegido -plancha engrasada, sartén con aceite o cazuela con agua salada hirviendo- tras haber cortado con un cuchillo la base y el extremo opuesto de cada alcachofa, retirarle las hojas externas (más duras y de color más intenso), y ya partida, si fuere menester. 

Para evitar que al entrar en contacto con el aire las piezas se oscurezcan, es habitual ir frotando los trozos con medio limón o introducir éste en el guiso, pero no es una práctica que me entusiasme, ya que altera el delicado sabor de esta verdura; yo prefiero guisar las alcachofas sin retirarles su extremo exterior y protegidas por algunas de sus hojas externas  -que exprimidas a través de un pasapurés utilizo para enriquecer la salsa- o cubiertas con unas hojas de lechuga, que evitarán la oxidación, al margen del sistema tan en boga de pasarlas rápidamente de la cazuela en que hiervan a un recipiente con agua helada para interrumpir la cocción y mantener su color.

Y aunque en nuestra península no se interrumpió su cultivo desde la época romana, por influencia de los galenos árabes y hebreos, en los territorios europeos de influencia francesa su consumo se vio inducido –como el de otras hortalizas por la llegada a la corte gala de Catalina de Médici, al hacerse cargo de la regencia de la corona tras la muerte de su esposo Enrique II, y al considerarse un ingrediente palaciego, no es de extrañar que la mayoría de las guarniciones y platos en que intervienen las alcachofas hayan pasado a la historia de la gastronomía con un nombre francés.

No obstante, por su extensión, será mejor dejar para otro artículo  la descripción de platos hispanos de alcachofas, así como de algunas otras preparaciones de la cocina internacional, incluyendo algunas recetas que por su antigüedad deseo compartir explícitamente para avivar vuestra curiosidad.



Aquí aparecen productos y cultivos de alcachofas de Tudela, en la Ribera navarra, pero prometo que  los siguientes artículos dedicados a estas flores de huerta promocionaré las de otras comarcas, si bien recomiendo que utilicéis las propias de vuestra región habitual o de origen.

Os invito a que os aprovechéis de ellas para vuestro placer y buen humor. 


viernes, 12 de abril de 2013

HABAS DE ABRIL, PARA MÍ


«Las habas de marzo, para el amo;
las de abril, para mí;
las de mayo, para mi caballo;
las de ju­nio y julio, para ninguno».
ANÓNIMO ALAVÉS



De forma escalonada, y no sólo por la diferencia de latitud entre las huertas de las distintas comarcas de nuestro país y sus peculiaridades climatológicas, sólo entre febrero y mayo podemos disponer de las delicadas habas frescas, en su vaina aplastada de extremos redondeados, de 15 cm y  de color verde, cuando los granos se pueden consumir crudos –si son pequeños y tiernos, tras retirarles la gruesa piel, muy rica en tanino, que los recubre– o cocidos, con sin vaina o calzón (de propiedades astringentes),  si bien al desgranar 500 g se obtienen 200 g de semillas (con virtudes ligeramente laxantes).

De la familia de las Leguminosas, esta planta anual originaria de la meseta de Irán ya era cultivada en el Neolítico y se han encontrado semillas de haba en las excavaciones realizadas en las ruinas de Troya.  

Conocida por los antiguos egipcios, en 2200-2400 a.C., quienes consideraban que en ellas se almacenaban las almas de los muertos, por  el olor que desprenden al ser secadas al sol  parecido al del semen humano y la forma que adoptan al comenzar a germinar, parecido al órgano sexual femenino que se va transformando en un bebé.

Aparecen referenciadas entre las dádivas que los amonitas presentaron al rey David de Israel,y fueron griegos y romanos los encargados de extender su cultivo por el ámbito del Mediterráneo, para el consumo humano, por su alto valor nutricional y por soportar un prolongado almacenamiento secas (se ha conseguido germinar las semillas encontradas en las tumbas egipcias) sin alterar sus cualidades, y como planta de rotación, para enriquecer la tierra nitrogenándola.

La fobia de los sacerdotes egipcios hacia la visión de las habas que refiere Herodoto se vio acentuada por Pitágoras –también creyente en la trasmigración de las almas–, que prefirió ser apresado antes de atravesar un sembrado de esta planta, y de Empédocles, renuente a consumir un producto cuyo nombre era sinónimo de testículo o tal vez porque según la mitología griega, no las llevara Ceres entre las semillas que llevara a Feneos al llegar a Arcadia, además de su asociación  con el mundo de los muertos, por la apariencia “macabra” de las flores de esta planta, cuyas semillas se utilizaban en el Foro como “papeletas” para votar los castigos a imponer a quienes no cumplían las reglas.
También  Plutarco desaconsejaba su ingesta, en este caso en las cenas (que era la comida principal en los hogares), por provocar visiones y sueños libidinosos y alterar el reposo nocturno, aunque el origen de tal rechazo tal vez estuviera en las contiendas comerciales y bélicas contra fenicios y cartagineses, pues era preferible que navegantes y soldados no desviaran su atención de la exigida por sus profesiones.
Queda palpable esa dicotomía de amor y muerte asociada en la antigüedad a las habas, asociadas a la muerte al considerarse que en ellas se albergaban los espíritus de los ancestros y al amor –no sólo por proporcionar sustento a los vivos, sino por facilitar y proteger su descendencia en su intervención en algunos de los ritos romanos:  en la celebración de las Feralia, las Lemuria y las Carnalia y en los casamientos.
Y si el 1 de febrero se le ofrecía a la ninfa del inframundo Tacita entro otros sacrificos tres habas negras chuperreteadas por una anciana en las Feralia para honrar a los dioses del hogar y acallar a los ancestros, en los días 9, 11 y 13 de mayo cada pater familiae entre otros gestos arrojaba a su espalda un puñados de esas semillas habas al desandar su paseo nocturno por las estancias del hogar en las Lemuria para tranquilizar a sus muertos, mientras en las Carnalia (el 1 de junio) se consumía un suculento puré de habas secas con tocino para homenajear a Carmia, diosa encargada del desarrollo y crecimiento de los seres vivos, y entre ellos los hijos varones del matrimonio en que presumían se habían encarnado los espíritus de los antepasados encerrados en las habas que se habían entregado en sus esponsales a los recién casados (tal vez para que, al ser sembradas aseguraran el futuro condumio familiar durante todo el año).
Muy valoradas por su poder alimenticio por Galeno y Plinio –quien conocía que eran un alimento básico de sus legiones, otro insigne romano nacido en Gades (la actual Cádiz), Columela, explicó en sus escritos no sólo cómo cultivar las habas sino los métodos de secado y almacenamiento, y también Dioscórides les prestó atención ya que utilizaba sus hollejos a modo de cápsulas para facilitar la ingesta de preparados medicinales de desagradable sabor, si bien el traductor de su Materia médica Andrés Laguna, médico personal del emperador Carlos de Habsburgo en el siglo XVI) rechazaba su consumo por considerarlo estimulante de la líbido, como hiciera diez siglos antes Jerónimo de Estridón, que  prohibió su cultivo en los huertos conventuales además de traducir al latín popular la Biblia.
Ahora sabemos que  las habas nos aportan potasio, calcio, azufre, fósforo, magnesio, sodio, cloro, hierro,  cobre y vitamina B1 y un alto contenido de hidratos de carbono y proteínas, pero ya nuestros antepasados conocían su valor nutricional, como de muestra la gran variedad de recetas  tradicionales ya que tanto frescas como secas  intervienen con o sin piel en gran cantidad de pucheros tradicionales de toda Europa, donde también durante siglos se han usado molidas para con su harina elaborar gachas, purés y panes.

Las habas, una vez desgranadas y secadas –como ahora se hace con las alubias englobadas en nuestra cultura bajo el genérico nombre de “judías”, que venidas del Nuevo Mundo pronto las sustituyeron en muchos de los ancestrales pucheros (pero eso es otro tema),  junto con las patatas–, aseguraban la nutrición diaria de muchas familias de hortelanos y campesinos hasta bien entrada la edad moderna de las culturas europeas, por su fácil conservación y la rapidez de su cosecha al acabar el invierno, tras haber sido sembradas en otoño.

Y aunque su  cultivo se ha visto progresivamente disminuido por distintos motivos, que van desde la desaparición de los animales de carga en el medio rural –que consumían sus vainas como forraje– hasta su asociación con la miseria en pasadas épocas, sin olvidar los efectos psicotrópicos que producía la ingesta del cornezuelo y los gorgojos que antaño parasitaban entre las semillas en los graneros, ahora es el momento para  disfrutar de las tiernas habas en sazón, leguminosa tan delicada que las tersas vainas se oscurecen rápidamente además de endurecerse tras haber sido arrancadas de su mata, y para animar su consumo pasaré a relataros en otra ocasión la retahíla de preparaciones populares en que esta leguminosa rsulta imprescindible, incluyendo la detallada explicación de algunos de los platos que por su antigüedad puede resultar difícil encontrar en este medio.

miércoles, 10 de abril de 2013

EN ABRIL, AJOS FRESCOS Y AGUAS MIL


Por si acaso se decide a mostrarnos su verdadero rostro Proserpina, y los cielos dejan de romperse sobre nosotros y los cultivos de la superficie de la Madre Tierra afloran como nos tiene acostumbrados, quiero centrar la atención en uno de los  ingredientes tan comunes en la mayoría de los países de la zona meridional del continente euroasiático como importantes han estado presentes en la dieta de sus habitantes desde los albores de la humanidad, razón por la cual pronto pasaron de ser silvestres a producidos en huertas de modo intensivo: los sencillos y refrescantes ajos que sembrados otoño podemos disfrutar en sazón frescos hasta mayo recién recolectados de las huertas que no han sido anegadas por las lluvias de este abril.  

Considerados –como las cebollas– entre las hortalizas más antiguas conocidas y originarios de Asia y ya cultivados desde hace más de 7.000 años, los ajos han venido formando parte de la farmacopea natural por su riqueza en minerales y oligoelementos, y el consumo cotidiano y el empleo tópico de los bulbos de estas plantas de la familia de las liliáceas,  era recomendado por los primigenios galenos tanto en la India como en Egipto así como por babilonios, hebreos y en la cultura greco-romana, sabios consejos mantenidos en el medio rural hasta un pasado muy reciente, donde también se utilizaban estos bulbos para realizar jarabes y tisanas –en cocimientos con agua, leche, vino, aguardiente e incluso whisky–, cremas –triturados y amalgamados con miel, mantequilla, aceite o huevo– y emplastos, para evitar y disipar catarros, paliar dolores, eliminar parásitos, desinfectar y cicatrizar heridas y contrarrestar alergias.

Con las mismas semillas que sembradas en marzo –o con el tradicional sistema de introducir un diente sano de la cosecha anterior– darán lugar a las cabezas de ajos que se recolectarán en verano, los ajos tiernos  o “ajetes” tienen una composición nutricional similar a la de las cabezas ya enristradas, sobre cuyas virtudes prefiero explayarme en otro de mis blogs (El Cofre de las Especias) por tratarse de un condimento fácil de almacenar y de larga duración imprescindible en cocinas y alacenas no sólo ibéricas, si bien con su aroma más matizado por su alto porcentaje de agua.

Precisamente por su frescura y sutileza, los ajos frescos se utilizan en cocina para incorporar ligeramente braseados a toda clase de tortillas o revueltos de huevos, añadidos a guisos con otras verduras de temporada o como guarnición de otras viandas pasados por la plancha, y su consumo está especialmente indicado por su acción vasodilatadora para quienes padecen hipertensión y otras anomalías cardiovasculares.

Siguiendo una costumbre que por fortuna ya se está recuperando en algunos pueblos de nuestra geografía, son muchos los lugares en que durante este mes de abril se celebran ferias gastronómicas con esta sencilla planta como protagonista, tras la difusión de otra liliácea cuya temporada acaba de terminar, los “calçots” terraconenses, con los que nuestro populares “ajetes” comparten fama de ser diuréticos y afrodisiacos, especialmente si se consumen en su tiempo, al margen de que ambas temporadas parecen inacabables por tratarse de productos actualmente en el mercado durante gran parte del año, por haberse cosechado en otras latitudes o en invernaderos.

Y por bien de vuestro corazón físico y anímico o afectivo os invito a disfrutar con cualquiera de las recetas que podréis encontrar en otras bitácoras de este medio.

¿Buen provecho!