Con la llegada del otoño y hasta bien avanzada la primavera, aparecen en
nuestras mesas las delicadas alcachofas, tan deliciosas al paladar como
agradecidas en cocina y oportunas para nuestro bienestar, ya que, al incluirlas
en la dieta cotidiana invernal, facilitan notablemente la metabolización de los
suculentos pucheros y guisos con que tradicionalmente nuestros antepasados
combatían los rigores climáticos.
No hay certeza sobre el origen de la alcachofera (Cynara scolymus), si bien es muy probable que, al igual que ocurrió
con muchas otras plantas habituales en nuestras huertas, fuera en Asia Menor
donde lograran cultivar esta variedad de la familia de los cardos. Pero sí
sabemos que en el antiguo Egipto gozaba de especial aprecio una planta muy
similar a la que conocemos actualmente, ya que aparece profusamente
representada en los monumentos de esa cultura que han llegado a nuestros días.
También en la antigua Grecia, cinco siglos antes de nuestra era, estimaron
las alcachofas por las virtudes terapéuticas de sus componentes -que ahora se han dado en llamar
“fitoquímicos”-, y se esforzaron por perfeccionar
el cultivo de esta variante de los cardos salvajes para lograr aumentar el
tamaño de los frutos de forma globular compuestos por tiernas hojas carnosas
apiñadas y conseguir que perdieran las pequeñas espinitas llamadas "gavilancillos" en que terminan, con la intención de emplearlas en cocina en
detrimento de las pencas que los sustentan.
Posteriormente, los cotizados médicos y cocineros helenos habían de
difundir su consumo en Roma, y no es de extrañar que durante la expansión de
tan vasto imperio se introdujera el cultivo de alcachofas en las fértiles vegas
de los ríos que surcan Iberia -si
acaso no debemos su conocimiento a los cartagineses-, donde, junto con las infraestructuras precisas
para obtenerlas de la madre tierra, las debieron encontrar los hábiles
hortelanos árabes al introducirse en la Península.
Objeto de interés de antiguos botánicos y
estudiosos de la naturaleza, existe una abundante documentación de boticarios y
galenos sobre la efectividad del consumo de
esta planta cuando se pretende disminuir la excesiva producción de ácido
clorhídrico en el estómago, normalizar las disfunciones hepático-renales,
estimular la producción de bilis, disminuir la cantidad de azúcar en
sangre y de ácido úrico en la orina,
despejar el sistema circulatorio de grasas, tonificar el sistema nervioso y el
metabolismo en general; también hay registradas numerosas referencias a
distintos remedios de aplicación popular, como la saludable costumbre de beber
el caldo de su cocción, para eliminar toxinas; de ingerir en ayunas unas
cucharadas del resultado de exprimir las largas hojas frescas de color verde
ceniciento de la alcachofera maceras en vino blanco con azúcar para aligerar el
hígado, o beber un vasito del jugo resultante de haber cocido al baño-maría
durante dos horas cuatro o cinco alcachofas desmenuzadas cubiertas de agua fría
antes de pasarlas por un pasapurés, para activar las funciones cerebrales.
Además, los tallos que sustentan los frutos, cocidos en agua hirviendo tras
haber sido escaldados y escurridos -para suavizar su
característico amargor-, y aderezados como si fuesen espárragos -los típicos “esquejes” aragoneses-, resultan muy eficaces para controlar la diabetes, y las
raíces de la planta en infusión sirven como diurético y para despejar las vías
digestivas.
Como en otros muchos casos, ahora está
suficientemente contrastada la sabiduría acumulada en la cultura popular, pues
tras haber sido sometidas a exhaustivos análisis en sofisticados laboratorios,
conocemos que las distintas partes de la alcachofera contienen un diéster del
ácido caféico y quínico, eficaz regenerador hepático y estimulante de la
vesícula biliar llamado “cynarina” -que también evita el endurecimiento
arterial y mantiene bajos los
triglicéricos-, además de
un principio amargo, la “cynaropicrina” -que parece tener cierta acción
antitumoral-, y numerosos ácidos polifenólicos con virtudes laxante, diurética -potenciada con sales de potasio y flavonoides-, desintoxicante, antibacteriana, febrífuga, aperitiva,
antidiabética y tonificante, y que previene el envejecimiento celular.
Tal cúmulo de virtudes explica que, para prolongar
su tiempo de disponibilidad una vez cosechadas, la farmacopea tradicional
procediera a la pulverización de sus hojas una vez desecadas mientras en los
hogares se almacenaban los cogollos frescos con sus tallos enterrados en
barriles de arena en los subterráneos de las casas o sumergidos en recipientes
de barro tras haberlos sometido al proceso de escabechado.
Su cultivo no estaba exento de arduas tareas, pues tal y como describe en su Diccionario de Cocina Ángel Muro, antes
de que llegara el momento de ser recolectadas a mano -como se sigue haciendo en la actualidad-
no sólo había que elegir los mejores retoños de una primera planta y
trasplantarlos, con una distancia intermedia de al menos un metro, por pares -con el fin de eliminar el más débil-, al terreno definitivo, con un
sustento rico, bien aireado y regado, sino que, además, antes de la
introducción de las técnicas auxiliares para rentabilizar su cultivo que en los
últimos años se están aplicando en determinadas zonas agrícolas -como son las coberturas de plástico
de los invernaderos o el regadío por goteo-, los hortelanos debían calzar las plantas,
levantando la tierra alrededor de cada planta tras haber atado las hojas en
haz, para protegerlas de los rigores invernales, e incluso, si preveían fuertes
heladas, solían cubrir las partes sobresalientes con paja o con estiércol hasta
que se suavizaba la temperatura durante la primera campaña de recolección, de
octubre a enero, labor agradecida en las segunda floración, de marzo hasta mayo
o incluso junio en el ámbito europeo.
Pero nuestros antepasados consideraban tales esfuerzos bien empleados ante las propiedades de semejantes plantas, de las que no sólo utilizaban las cabezuelas con fines culinarios, base de numerosas recetas una vez desprovistas de sus hojas externas. Cortadas en finas láminas y asadas a la plancha o salteadas; fritas o en tortilla; horneadas o guisadas; con diversos rellenos y estofadas o rebozadas, aderezadas con alguna salsa blanca más o menos enriquecida, con vinagreta o con mahonesa, como ingrediente de menestras, panachés, platos de pasta o de arroces o como guarnición carnes y pescados, las alcachofas cambiaran de color al entrar en contacto con el aire tan pronto manipulemos en crudo los capullos, lo que no afecta a su sabor ni a su riqueza nutricional.
Especialmente indicado para aquellas personas que
padecen artritis, reuma, diabetes o estreñimiento, se recomienda el consumo de
los capullos de la alcachofera para tratar las enfermedades hepatobiliares -al
regularizar las funciones del hígado, activar la producción de bilis y disolver
los cálculos biliares- así como
para corregir los niveles de las dos clases de colesterol, bajar la
hipertensión arterial y estimular la función renal y el apetito.
Con fama más o menos justificada de ser
afrodisíacas, las alcachofas tienen, además de un alto porcentaje de fibra, un flavonoide que parece
combatir el cáncer de piel según se ha comprobado en animales y unos
componentes similares a la cafeína que activan la mente. Y aportan potasio (que
regula el influjo nervioso, las contracciones musculares y el ritmo cardíaco y
la humedad celular), fósforo (que ayuda a liberar rápidamente la energía
precisa e interviene en la formación del esqueleto y libera rápidamente la
energía precisa), calcio (regulador de la coagulación de la sangre y, con el
anterior, fundamental en la formación y buen estado de huesos, uñas y dientes),
sodio (que asegura el equilibrio de agua en el organismo y permite las
contracciones musculares y los influjos nerviosos, hierro (imprescindible en la
producción de glóbulos rojos, favorece la formación de hemoglobina, la
oxigenación de las células y el equilibrio metabólico) y vitaminas A
(antioxidante y antienvejecimiento celular), B1 (responsable del
buen funcionamiento del corazón, sistema nervioso y muscular y de la
transformación de los azúcares en energía) y C (que aumenta las defensas del
organismo, devuelve luminosidad al rostro y mantiene piel, encías y huesos y el
sistema circulatorio en buen estado, además de ayudar ayuda a la absorción y
asimilación del hierro de la dieta y facilitar la cicatrización y curación de
heridas y la formación y la síntesis del colágeno).
Así que no es de
extrañar la diversidad de recetas que para cocinar las alcachofas a lo largo de
los siglos se han ido imaginando, y en la actualidad continúan descubriendo,
tanto en los hogares como en las cocinas públicas, quienes tienen aficiones
culinarias, ya sea aplicando técnicas propias de otros manjares, utilizando instrumentos
procedentes de otras culturas o tratando otras partes de la planta, como, dicho
sea de paso, ya venían haciendo desde antiguo los habitantes de los países del
ámbito mediterráneo.
Cuando se dispone de pequeñas y tiernas
alcachofas, las hojas interiores pueden comerse en crudo, aderezadas con limón,
aceite y sal, que es el modo idóneo de conocer el verdadero sabor de esta flor,
ya que en la base se nota perfectamente lo bien que combina su carnosidad con
el ligero dulzor que tiene esta hortaliza.
Pero lo habitual es comerlas cocinadas: se
incorporan al recipiente elegido -plancha
engrasada, sartén con aceite o cazuela con agua salada hirviendo-
tras haber cortado con un cuchillo la base y el extremo opuesto de cada
alcachofa, retirarle las hojas externas (más duras y de color más intenso), y
ya partida, si fuere menester.
Para evitar que al entrar en contacto con el
aire las piezas se oscurezcan, es habitual ir frotando los trozos con medio
limón o introducir éste en el guiso, pero no es una práctica que me entusiasme,
ya que altera el delicado sabor de esta verdura; yo prefiero guisar las
alcachofas sin retirarles su extremo exterior y protegidas por algunas de sus
hojas externas -que
exprimidas a través de un pasapurés utilizo para enriquecer la salsa-
o cubiertas con unas hojas de lechuga, que evitarán la oxidación, al margen del
sistema tan en boga de pasarlas rápidamente de la cazuela en que hiervan a un
recipiente con agua helada para interrumpir la cocción y mantener su color.
Y aunque en nuestra
península no se interrumpió su cultivo desde la época romana, por influencia de
los galenos árabes y hebreos, en los territorios europeos de influencia
francesa su consumo se vio inducido –como el de otras hortalizas– por la llegada
a la corte gala de Catalina de Médici, al hacerse cargo de la regencia de la
corona tras la muerte de su esposo Enrique II, y al considerarse un ingrediente
palaciego, no es de extrañar que la mayoría de las guarniciones y platos en que
intervienen las alcachofas hayan pasado a la historia de la gastronomía con un
nombre francés.
No obstante, por su
extensión, será mejor dejar para otro artículo la descripción de platos hispanos de
alcachofas, así como de algunas otras preparaciones de la cocina internacional, incluyendo
algunas recetas que por su antigüedad deseo compartir explícitamente para avivar
vuestra curiosidad.
Aquí aparecen
productos y cultivos de alcachofas de Tudela, en la Ribera navarra, pero
prometo que los siguientes artículos
dedicados a estas flores de huerta promocionaré las de otras comarcas, si bien
recomiendo que utilicéis las propias de vuestra región habitual o de origen.
Os invito a que os aprovechéis de ellas para vuestro placer y buen humor.