lunes, 3 de febrero de 2014

LOS TESOROS DE LA HUERTA: Coles de invierno, símbolo de fertilidad © Igone Marrodán

Con formas redondas, picudas o alargadas; de diversos tamaños –que van del similar a una nuez hasta el de un balón de fútbol, además de las nuevas miniaturas tan estimadas en la alta cocina, con una amplia gama de colores –blanco, distintos verdes, rojo, morado e incluso negro, y compuestas de hojas agrupadas surgidas de un tallo grueso y cilíndrico, las cerca de cuatrocientas variedades de coles que merced a la laboriosidad de las sucesivas generaciones de agricultores y hortelanos podemos encontrar actualmente en el mercado se derivan de la antigua col marina, surgida hace miles de años en las orillas de nuestro continente, de apariencia esmirriada si bien cargada de sales minerales que todavía se encuentra silvestre en las costas del Canal de la Mancha.
Yuxtapuestas de modo envolvente para formar un compacto cogollo por planta o varios, que surgen arracimados de las yemas –como las denominadas “repollitos de Bruselas”–, o más o menos abiertas y dispuestas en torno al tallo cilíndrico, con una textura más gruesa y fibrosa –las rugosas “berzas”, resistentes a gélidas temperaturas–; de fino tacto, con apariencia de acelgas, al tener los amplios y planos nervios centrales como crujientes pencas coronadas en verde –las “coles  chinas”, que también se consumen picadas en crudo y aderezadas como ensalada o albergando unas inflorescencias carnosas de atractiva apariencia, delicado sabor y diversos colores –“brécoles” , “coliflores” y “romanescus”, que merecen un post aparte.
Aunque hay quienes opinan que algunas variedades de coles –como  las coliflores y los repollos– ya se cultivaron en Egipto en el 2500 a.C., son muchos los autores que consideran que esta amplia familia de las crucíferas es originaria de Europa, y que fueron los primigenios agricultores neolíticos de las costas mediterráneas quienes supieron adaptar a las características de cada terreno la esmirriada Brassica oleracea sylvestris –de tallos carnosos y comestibles similares a los del brécol y que aún crece de modo espontáneo en las costas atlánticas británicas, francesas  y de Irlanda, así como en las del nordeste de Cataluña y en las islas de Córcega y Cerdeña–, hasta obtener hortalizas de larga duración con que satisfacer su apetito y ampliar su dieta y que, además de considerarse durante milenios por sus virtudes terapéuticas auténtica panacea farmacéutica doméstica, también sirviera de alimento a los animales domésticos.
Surgidas de las lágrimas derramadas por el rey de Tracia Licurgo al descubrir que, enloquecido por la diosa Rhea, defensora de Dionisos refugiado en la gruta marina de Tetis, había segado la vida de su hijo Drías en lugar de una vid –según el mito griego–, Eudemo de Atenas ya mencionaba en su Tratado de hierbas tres variedades de col cultivadas, también muy apreciadas por Pitágoras o por Diógenes –que sólo se alimentaba con ellas y agua clara–, así como por Horacio –como acompañamiento de carne de cerdo salada–, el censor  Catón –que asociaba a su cotidiano consumo su insólita longevidad y sorprendente fertilidad–, César –en cuya época repollos y coliflores ya tenían la apariencia actual–, el emperador Tiberio e incluso Apicio –quien prefería los brotes, tal vez por destacarse, y del que nos han llegado, además de otras cinco recetas,  la de un curioso pudín: con sémola, piñones y uvas pasas aderezado con pimienta–, y parece ser que no andaban despistados los antiguos griegos y romanos al ingerirlas en el transcurso de sus banquetes por considerar que preservaba de la embriaguez, ya que en virtud de  los efectos oxigenantes y calmantes que albergan sus hojas, en una universidad tejana  han extraído de ellas un eficaz remedio contra el alcoholismo.
Las antiguas atenienses consumían grandes platos de col durante el embarazo para aumentar la subida de leche tras el parto y celebraban un banquete con todo tipo de repollos y coliflores a los cinco días del alumbramiento para propiciar una buena lactancia a los recién nacidos, y Marcus Porcius Caton, escritor y orador que desempeñó el cargo de cónsul en  Hispania en 195 a.C., consideraba que los romanos habían sobrevivido sin medicamentos durante  más de seis siglos gracias al empleo masivo de coles, cuyo consumo ya recomendaba Hipócrates cocidas con miel para atajar toda clase de cólicos y calmar la tos y cuyas hojas en emplasto utilizaban las legiones latinas para curar herpes, fístulas, llagas y heridas y para paliar dolores reumáticos y de costado.
Durante la Edad Media, además de ser la base de la alimentación cotidiana de amplios sectores de la población del norte y del centro de Europa –basta recordar el cuento popular en que un campesino gasta el primero de los tres deseos recién concedidos en el bosque en transformar su plato de coles en una gran salchicha, utilizaban apósitos calientes de hojas de col para curar accesos de ciática, úlceras varicosas, todo tipo de enfermedades de la piel e incluso fracturas óseas –como hizo el médico Rembert Dodens al emperador Maximiliano, merced a las propiedades cicatrizantes de tan humilde hortaliza por su riqueza en azufre, que ya fuera constatada por Plinio en sus escritos, y que posteriormente habían de salvar de la gangrena a cuarenta marineros de la primera expedición del capitán Cook, en 1769.
Aplicadas herederas de los conocimientos de Catalina de Médicis, las cortesanas francesas del Rey Sol también lavaban su cuerpo con el caldo resultante de la cocción de repollos y berzas para tener una piel suave y resplandeciente y se aplicaban en el rostro mascarillas elaboradas con el látex obtenido al triturar sus hojas crudas para  lucir un cutis jugoso y fresco.
Cocidas en agua con sal y tomillo –como los antiguos griegos– o con semillas carminativas (alcaravea, comino, hinojo) –para evitar molestas flatulencias– o con manzanas y cebolla –al estilo ruso– o piñones –el navideño plato madrileño de lombarda–, e incorporadas a pucheros de legumbres –para facilitar el aprovechamiento del resto de ingredientes y la digestión de las grasas– o aliñadas con sofritos; marinadas en vinagre –al modo imperial romano– o en salmuera –la ya citada chucrutte germánica–; en tortilla o napadas con alguna salsa blanca (veloutés y derivadas de la bechamel) y gratinadas; enteras y rellenas con una farsa de carne o de pescado, como plato principal, o como guarnición de aves asadas y preparaciones de cerdo y de caza mayor; ligeramente salteadas e incorporadas a sopas y arroces de las cocinas orientales, pero también crudas o ligeramente escaldadas y muy finamente picadas, en ensalada con un aliño de yogur o nata agria y mostaza, al gusto norteamericano, las coles blancas, verdes o moradas (lombardas), redondas o picudas, grandes o pequeñas, son tan versátiles en cocina como  saludables para nuestro organismo.

Resistentes a las gélidas temperaturas del norte y este europeos, no es extraño que en las leyendas de esos países se relatara a los infantes que los recién nacidos en vez de ser traídos en el pico de las cigüeñas surgieran entre las hojas de las coles así como los mancebos aparecían en los bancales de estas crucíferas en la imaginativa película de José Luis Cuerda Amanece, que no es poco.
Así que, aunque no se tenga intención de aumentar la familia, no estaría de más aumentar no sólo durante el invierno el consumo de todo el amplio surtido de coles en la dieta cotidiana, cuyos beneficios en nuestro organismo reservaré para el post de APOTECA dedicado a esta crucífera.   
¡Salud y curiosidad, para disfrutar de los buenos alimentos!