domingo, 29 de diciembre de 2013

HISTORIAS EN SAZÓN: Sobre los ágapes navideños

Aunque actualmente es desde el 8 de diciembre cuando los locales de hostelería y sus proveedores empiezan a ver una inusual y deseada actividad en sus cuentas, anotando reservas y pedidos, es a partir del solsticio de invierno, cuando queda poco más de una semana para el cambio de año en el calendario gregoriano, cuando en gran parte de nuestro planeta –merced a la difusión del mensaje emitido durante el último siglo desde el mundo llamado occidental– parece desencadenarse cierto furor en la población por moverse de un sitio a otro, con fines comerciales, afectivos o turísticos, como para acentuar la sensación de festividad general, como muy bien saben las empresas de marketing y publicidad, que estrenan llamativas campañas para provocar el consumo.
Son fechas propicias para las reuniones con familiares y amigos o con compañeros de trabajo o de clase, como antes de la extensión del cristianismo por el resto de su imperio se hiciera en la antigua Roma  durante las Saturnalia, festejos para honrar al dios de la agricultura y las cosechas, y las Divales,  en honor de Angerona, la oscura etrusca protectora de la naturaleza, festejos heredados a su vez de ancestrales ritos surgidos en los pueblos del ámbito mediterráneo.
Por las referencias escritas de que disponemos, parece ser que la costumbre de celebrar la llegada oficial del invierno con opíparos banquetes ha estado generalizada en las distintas culturas del hemisferio norte de nuestro planeta, probablemente como agradecimiento a las fuerzas de la naturaleza por seguir proveyendo de alimentos a los humanos a pesar del maltrato sistemático que producimos en el equilibrio de la vida en nuestro planeta.
En esos festines, compuestos por los excedentes alimentarios almacenados desde las campañas anteriores a las correspondientes del año en curso, se aligeraban las despensas, bodegas y graneros domésticas para propiciar el buen resultado de las futuras cosechas, y dueños y arrendatarios, criados y esclavos colaboraban –de mejor o peor grado– en la preparación del ágape, y por las noticias que nos han llegado, en los ocho días que duraban los festejos en honor de Saturno –que expulsado del Olimpo fundara la ciudad de Saturia sobre la que se edificó la de Roma– ya se intercambiaban regalos y se suspendían las actividades escolares y judiciales, no había ejecuciones ni castigos, se alteraba el orden social y estaban permitidos los juegos de azar.
Con el fin de evitar que la madre naturaleza castigara sin sus dones la avaricia de los hombres, y por el carácter propiciatorio de esos banquetes, se incluían en el menú los ingredientes de la alimentación humana tanto los más comunes –cereales, panificados o en suculentos pucheros–; verduras de temporada o almacenadas en salmuera; carnes de animales domésticos, cocidas con legumbres;  pescados en salazón o ahumados y frutos secos– como  los más apreciados –especias y lujosos condimentos para aromatizar los asados de caza y las bebidas.
Tal vez en su origen se tratase de una especial ofrenda para institucionalizar el hecho de acaparar fuerzas ante la llegada del frío y, posteriormente, como ha ocurrido con otras muchas celebraciones paganas en el continente euroasiático –más próximas con el ciclo natural de la vida y mejor difundidas en las prístinas culturas prominentes–, se hiciera  coincidir con fiestas de índole religiosa, como ocurre con los carnavales, previos a la higiénica medida dietética de la cuaresma, para dejar descansar a nuestro hígado de la excesiva provisión de grasas, o las distintas advocaciones de virgen de agosto, como agradecimiento a la benefactora y maternal entidad femenina proveedora de alimento tras acabar de cosechar el cereal, por mencionar tan sólo un par de ejemplos en el expansivo mundo mediterráneo.

Y dado el gran calado que tenían estas fiestas en el ámbito mediterráneo –ya que tanto en la mitología egipcia como en la siria se conmemoraba el nacimiento de sus dioses solares, Osiris y Mitra– y su expansión con las huestes romanas, no es de extrañar que en la antigua Antioquía, donde los seguidores de los compañeros de Jesús de Nazaret comenzaron a llamarse cristianos, en el I Concilio de Nicea  se institucionalizara  al 25 de diciembre para celebrar el nacimiento de Cristo –inicialmente calculado bajo el signo astrológico de Aries, con los consabidos banquetes familiares y cívicos.
No seré yo quien intente echar por tierra la sabia costumbre festiva de nuestros milenarios ancestros, que ha permanecido incluso a las diferentes organizaciones burocráticas del calendario solar. Por el contrario, ya estoy escribiendo la relación de platos que hasta mediados del pasado siglo componían el menú funerario del año que acababa en las distintas cocinas de nuestro estado.
Así que de momento, ¡salud  y buenos alimentos, aderezados con la alegría de estar en este mundo! 


viernes, 27 de diciembre de 2013

MISCELÁNEA: “Hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad”

Hasta hace varias décadas, era habitual que –tal y como expresaba un acertado y ya histórico eslogan publicitario de turrón– para pasar la última semana del año,  no se tuviera pereza en recorrer los kilómetros que precisos para estar cerca del  resto de miembros de nuestra familia de origen o de la asumida por enlace (generalmente, matrimoniales), con el fin de reunirse varias generaciones en torno a la mesa para cenar en Nochebuena y comer en Navidad y/o celebrar la despedida del año viejo y el inicio del nuevo.

Y en ambos casos, en cada hogar se solía compartir un menú tradicional, compuesto por platos elaborados con los productos propios de la temporada.

Se disfrutaba de un menú largo y especial, acorde con la costumbre familiar y la propia economía doméstica: sopas de pan tostadas, de cocido o de pescado y/o verduras de invierno (cardo, pella, lombarda...); cazuelas de bacalao o de angulas; besugos o jureles asados o estofados y carne guisada (pepitoria de gallina o de pollo o conejo estofado, criados con esmero para la ocasión) o asada (cordero, cabrito, pavo o capón rellenos) y frutos secos, mazapanes, polvorones y turrón.

Pero, por diversos motivos que no vienen al caso, en la mayoría de los hogares estos platos han sido sustituidos paulatinamente por otros que aunque recientemente incorporados por adaptarse a los nuevos hábitos, ya nos parecen tradicionales: no es preciso reconfortar el cuerpo ni el ánimo con sopa al llegar de la calle, pues aún guarda el calor de la compañía de parientes y amigos con quien se ha compartido charla y alguna que otra copa, y canapés y/o cremas serán el entrante; espárragos, pimientos, cogollos de lechuga, barquitas de endibia o ensaladas exóticas suplantan la función de los aromáticos platos calientes de verdura.

Fuentes con marisco y chacinería variada ocupan el vacío dejado por las ya míticas cazuelas de barro, y, como su contenido no quema, más de uno, por distraerse o hablar se quedará sin probarlo; otras preparaciones elaboradas con distintos pescados ocupan el lugar de los añorados y emblemáticos besugos y chicharros que procedentes de piscifactorías o de distantes mares llegan a nuestros mercados durante el resto del año, y los comensales actuales no están dispuestos a aceptar la antigua distribución de la tajadas, cuando con una pieza de menos de dos kilos y su guarnición se deleitaba toda la amplia familia, y las antaño populares angulas han pasado a ser un manjar prohibitivo y las ceciales bacaladas han desaparecido de las inexistentes despensas.

Tampoco es fácil encontrar en las ciudades pollos, gallos o gallinas que hayan disfrutado correteando durante más de medio año en corrales familiares  antes de ser sacrificados, mientras ocas, patos y gansos se crían  con otros fines, y como durante todo el año podemos comer diferentes cortes de pavo, otras aves de granja de carne poco sabrosa si bien seca y cotizada, como faisán, ocupan el puesto de la emblemática ave traída del Nuevo Mundo, y en vez del tradicional asado de cordero, cabrito o lechón –de delicada carne y escandaloso precio–, determinados platos de piezas de caza mayor (jabalí o venado) o menor (civet de liebre, perdices escabechadas, conejo en salmorejo, palomas en salmis...) aparecen en escena precediendo a la apoteosis final, cuando salen a la mesa los clásicos dulces de almendra, nueces, castañas, higos, pasas y piñones.

Y si no ha resultado traumático el cambiar los platos que componían del tradicional menú para adaptarnos a las circunstancias ni encargar a Papa Noel los regalos que antes traían los Reyes Magos, tampoco ha entrañado  mayor dificultad el alterar algunas de las costumbres en muchos hogares, aprovechando los nuevos instrumentos y utensilios que tenemos a nuestro alcance y la buena disposición general a colaborar en las tareas domésticas, así como evitar que la responsabilidad de organizar y preparar la comida de toda la familia recaiga en una o en dos personas (generalmente mujeres), que, como era norma habitual antiguamente, hayan de permanecer toda la tarde –cuando no todo el día– en la cocina sin alejarse mucho de ella mientras dura el ágape.

Sólo es preciso una previa planificación, para confeccionar un menú compuesto de platos que se han de preparar con antelación: un surtido de embutidos, ahumados, encurtidos y patés, presentados con rebanaditas de pan tostadas, galletitas saladas, biscotes..., o tartaletas de hojaldre rellenas de macedonias de verduras, como entrantes, para seguir con un buen consomés previamente desglasados o una crema fría o caliente; los mariscos y pescados en gelatinas o pudines, son  fáciles de repartir y gustan a todos; las carnes de las aves de caza o de granja matizan su sabor si han sido escabechadas y sin tendones ni huesos y templadas en su líquido enriquecen las ensaladas de hortalizas cocidas, mientras un trozo de carne de cerdo o de vacuno, que una vez asado habremos dejado reposar cubierto reposado cubierto a temperatura ambiente antes de cortarlo en finas lonchas,  acompañada con vegetales crudos y puré de manzanas o patatas cocidas y la salsa muy caliente servida aparte, evitará molestias de digestión y aviesas miradas de algunos comensales a los otros platos.


Ésas son las pautas que tuve en cuenta al escribir Banquetes domésticos navideños, editado en 1999, cuando organicé las recetas en función del número de comensales, que aparecen en  laguisanderailustrada.blogspot.com.

Y para quienes hayan decidido afrontar la despedida de 2013 recuperando los menús –más acordes con el sector primario de cada región y sus características climatológicas– con que nuestros antepasados celebraban el llegar vivos al nuevo ciclo y para propiciar las bondades de la sufrida madre naturaleza, sugiero que estén atentos a la próxima entrega esta bitácora.

Y mientras tanto, ¡salud y buenos alimentos, aderezados con optimismo y alegría! 

domingo, 22 de diciembre de 2013

MISCELÁNEA: Instrucciones prácticas para disfrutar en armonía de las cenas navideñas

Al llegar las Navidades, los buenos sentimientos que han logrado mantenerse en nuestras conciencias a pesar de los personales contratiempos y nefastas noticias de acontecimientos más o menos cercanos de que tenemos información durante el resto del año, parecen aflorar y la ternura y el afán por confraternizar con amigos y desconocidos se hacen palpables y, como si los adultos recuperásemos la inocencia y la ilusión que podemos contemplar en la infancia, se aprecia un general deseo por compartir sonrisas, celebrar jubilosas reuniones con parientes o con desconocidos y recuperar el contacto perdido –aunque sólo sea telefónico o epistolar– con cuantas personas hemos coincidido en alguna etapa de nuestra biografía personal, con el firme –si bien efímero– deseo de no volver a dejar de alimentar, por pereza o descuido, aquellas casi evaporadas amistades o de mantener una relación más cordial con nuestro entorno más próximo.
Y, al margen del despliegue publicitario con que el comercio aviva nuestro afán consumista desde el inicio del mes del mes de diciembre, ¿qué corazón no se siente atraído a regresar al hogar de su infancia al oír la cantinela de los números agraciados en el sorteo de la Lotería de Navidad?
La insólita tarea de montar belenes y árboles y de adornar la casa, invadida por aromas específicos de ciertos platos esos días, acude a la memoria, acompañada –en las personas más sensibles– con el recuerdo del gozoso agotamiento con que se sentaban a cenar en Nochebuena y en Nochevieja quienes –casi siempre mujeres–, tras permanecer largas horas en la cocina, habían transformado verduras, pescados, carnes  y frutas en exquisitos manjares que apenas probaban, pues tenían que de llevarlos a la mesa y distribuir equitativamente las viandas para evitar que posibles sombras de recelos y envidias enturbiaran el ambiente.
Pero el modo de vida ha evolucionado, y así como el disponer del grado de calor deseado al instante y de frigoríficos, neveras y una serie de nuevos utensilios y herramientas ha abreviado y aligerado los procesos culinarios y determinados productos y platos tradicionales han cedido su lugar a otras preparaciones, podemos aprovechar las alteraciones experimentadas en determinados campos de la estructura social para lograr que todos los asistentes disfruten igualmente de estos entrañables festines. Para ello, basta con tener en cuenta unos pocos detalles:

·         Es mejor sustituir determinados productos de temporada por otros más asequibles, cocinados del modo tradicional, o elaborar los típicos de estas fechas con otras recetas, para que cundan más.
·         Hay que organizar un menú general adecuado para  todos los comensales –que pueden pertenecer a cuatro generaciones–, fácil de repartir equitativamente y de consumir –o al menos probar– por ancianos y niños: fuentes de aperitivos variados para todos los gustos; delicadas sopas de agradable sabor;  tajadas de pescado sin espinas y de carnes blandas, acompañadas de suaves guarniciones y con las salsas especiadas presentadas aparte, y ofrecer alguna preparación alternativa, para evitar que los más débiles se aburran entre platos y alteren la concordia con su mal humor.
·         Lo mejor para evitar que surjan temas de conversación conflictivos durante la larga cena, es que tras haber comentado en privado el tema de la discordia, los litigantes acuerden previamente con complicidad mantener una tregua durante la velada.
·         Conviene sentar a los niños lejos de sus padres, entre otros adultos dispuestos a fascinarlos y capaces de controlar su natural inquietud, y que los ancianos estén junto a los  adolescentes, para que se contagien de su alegría y jovialidad.
·         Es imprescindible que al menos todos los adultos colaboren activamente –y no sólo con un aporte material o económico– en los procesos previos y posteriores al encuentro, en la medida de su capacidad y habilidades.
·         Es preferible celebrar la cena en la casa familiar mejor equipada, con el mayor comedor y cocina mejor distribuida, con calefacción y el mobiliario preciso, además de las camas necesarias para evitar que los muy mayores y los bebés se enfríen salir a la calle al acabar la velada. (Los servicios de mesa y las viandas cocinadas se pueden transportar ya hechas, para calentar o enfriar si fuese menester en el último momento.)

Y si los platos que componen el menú de estas cenas pueden haberse preparado con antelación, de modo que necesiten tan sólo unos minutos para su calentamiento o terminación, al no ser preciso que se prolongue la ausencia de un comensal de la mesa, todos podrán disfrutar al completo de estas veladas. Así que no me queda más que desear a los lectores la clásica y popular frase reservada para pronunciar felizmente en estas fechas: “¡A pasar buena noche!”
A la hora de montar la mesa, conviene cubrir la superficie una manta de muletón –que dará estabilidad a las copas y aislará la madera de cualquier líquido o mancha que pudiera caer- debajo del mantel elegido, que ya extendido conviene repasar suavemente con la plancha caliente para alisar los dobleces. Disponer a continuación los platos correspondientes al número de comensales, superpuestos en el orden inverso al que se vayan a utilizar; a ambos lados de cada servicio, distribuir los cubiertos, y en el lado interno de cada montón –el más distante de las sillas- situar las copas, empezando por la izquierda, alineadas según el orden de los líquidos que vayan a contener, para facilitar el despejar la mesa de los utensilios ya usados.

Dado el carácter familiar de estas reuniones y que el número de servicios en la mesa es mayor de lo habitual, no conviene adornarla con elementos que puedan estorbar en la disposición de las bandejas y que puedan servir a los más pequeños para desencadenar alguna tragedia –más o menos importante- que altere el encanto de la cena. Pero para que antes de sentarse los comensales se aprecie claramente el festivo motivo de la ocasión, nada mejor que depositar sobre los platos ya dispuestos las servilletas artísticamente dobladas, según las explicaciones que acompañan estos gráficos, y repartir los adornos navideños sobre otros muebles y en las paredes. 
Espero que si ponéis en práctica algunas de estas sugerencias os resulten de ayuda, y en espera de volver a vernos el próximo año, no me queda más que desear a todos la clásica y popular frase reservada para pronunciar felizmente en estas fechas:     “¡A pasar buena noche!”

sábado, 4 de mayo de 2013

LOS TESOROS DE LA HUERTA: Boquita de fresa, corazón de fresón


Disponibles durante casi todo el año en las fruterías muy especializadas –por la evolución de los transportes– y en otros establecimientos –merced a los sistemas de conservación–, seguimos asociando, como nuestros antepasados de hace miles de años, el despertar de la naturaleza tras su letargo invernal con la aparición en las laderas de las montañas y en los bancales de huertos y jardines de las fragantes fresas, sabroso y eficaz regalo de la naturaleza para disipar la astenia primaveral y estimular nuestro paladar para gozar con el resto de frutas y hor­talizas, así como pescados y mariscos y otras viandas de temporada, que, hasta bien entrado el otoño, irán engalanando nuestras mesas.



A medida que se van derritiendo las nieves de las cordilleras, los rojos frutos silvestres más sabrosos y aromáticos que los cultivados de esta planta de la familia de las rosáceas tapizan el suelo de las laderas montañosas pobladas de bosques de pinos, hayas, robles y encinas de las zonas frías del hemisferio boreal, y si bien algu­nos investigadores consideran que las fresas son originarias de los Alpes europeos muy aprecia­das en los banquetes romanos y citadas por Virgilio en las Geórgicas y por Ovidio, eran des­conocidas para griegos y árabes, parece ser que también Norteamérica disponía de varie­dades autóctonas, origen de nuestros populares fresones, que por su mayor tamaño y resistencia se han adaptado mejor a ser cultivadas.

miércoles, 24 de abril de 2013

ANCHOAS DEL CANTÁBRICO: PLATA DE PRIMAVERA


Ya ha comenzado la campaña de la anchoa en el Cantábrico, y este año –una vez recuperada esta especie promete ser satisfactoria, tanto para los pescadores, que sólo tienen que desplazarse unas millas de sus puertos para volver a su hogar con las redes repletas, como para los consumidores, ya que la abundancia de un producto se traduce en una notable bajada de precio.



Al igual que hasta hace pocos años ocurría en tierra –cuando los cultivos seguían la pauta marcada por la Madre Naturaleza–, los productos del mar  mantienen su ciclo vital que les conducen hasta aquellos captores respetuosos con el medio ambiente mucho antes de que se primara esta característica de los proveedores de nuestras mesas en sus métodos de producción o de recolección.

A partir de finales de abril o principios de mayo, cuando los bancos de voraces verdeles -también conocidos como caballas- han desaparecido de la superficie marina del Cantábrico, desde los promontorios que bordean las costas del golfo de Vizcaya es posible apreciar diariamente un hermoso espectáculo que la naturaleza nos brinda con los rayos oblicuos del vivificador sol: cómo se extiende bajo la superficie del agua un luminoso manto de tonalidades plateadas o rojizas que delata la tumultuosa presencia de unos pequeños peces que en primavera y verano suben para reproducirse a la superficie desde las profundidades –se supone que en torno a los 100 metros en que viven: las anchoas.

Y ha llegado el momento en que las tripulaciones de los barcos de bajura de los puertos vascos preparan sus artes dispuestos a  salir para capturar tan preciado alimento mientras dure la campaña, que no sólo altera la dieta habitual de los hogares españoles sino gran parte del entramado social de las zonas costeras inmunes a las modas y eventos turísticos.



Y es que por el momento no contamos con piscifactorías dedicadas a la cría de anchoas, tal vez por el actual desconocimiento de su peculiar régimen de vida -aún no se sabe con certeza si este sabroso pez con escamas de color gris azulado es migratorio ni por dónde se desplaza a lo largo de las costas- o por disponer de ellas durante todo el año merced a una arraigada industria conservera, base imprescindible de la economía de muchos de los puertos que  jalonan  la costa cantábrica donde hasta bien entrado el siglo pasado, cuando no se disponía de todos los modernos sistemas  actuales para detectar los bancos de anchoa, mientras duraba la campaña era habitual que cada cofradía destacase a un vigía  provisto del mejor catalejo al más alto promontorio de la costa para que informase mediante un ancestral y práctico sistema a quienes esperaban en el puerto si debían dirigir sus barcas hacia Francia o hacia Galicia, pues según en donde apreciaba  la luminosa ardora que la acumulación de los plateados lomos formaba bajo el oleaje marino, se encendía en determinado lugar previamente acordado de la misma atalaya un fuego visible desde el pueblo que indicaba a los pescadores hacia donde tenían que salir a su encuentro, ritual que pocas fechas después se realizaba en los pueblos pesqueros de Cantabria y Asturias para finalizar en la costa de la Muerte Gallega, donde despedían  los ejemplares supervivientes para que mantuvieran la especie, ya que los pescadores portugueses prefieren abastecerse en los caladeros del Atlántico meridional.

Anchoa, anxova, anxove, aladroc, bocareu, bocarte, albocartia, sardineta o, el más extendido, boquerón, entre otros, son distintos nombres que recibe en nuestro país el mismo pez, el Engraulis encrasicholus, aunque hay quienes, según lo especificado en el Diccionario de la Academia Española, reservan el término “anchoa” para los pescados sometidos a un proceso que prolongue su conservación lo que ya interesaba a los antiguos romanos y alguno de los otros para las piezas frescas o para las marinadas en vinagre.

Para asegurar la supervivencia de su especie,  estos sabios pececillos no sólo han sabido adoptar la tonalidad oscura en el lomo de su piel y la plateada en su vientre para camuflar su presencia a los depredadores marinos, que los confunden con el fondo si nadan por encima y con la luz  de la superficie sin pasan por debajo, sino que resultan ser hermafroditas para poder cumplir la función de ambos sexos cuando la continuación de la especie lo precisa.



Apreciados por franceses e italianos, así como por turcos, ingleses y alemanes, estos pequeños pescados que no superan los 17 cm, de cuerpo comprimido, vientre plateado y dorso verde intenso o azul grisáceo, que se mueve en bancos más o menos numerosos, tienen una carne de sabor fuerte y aromático, y ya fuera por el placer que tan preciado pescado proporciona en la mesa o por sus virtudes alimenticias, contrastadas de modo pragmático mucho antes de que se extendiera la actual práctica de analizar en laboratorio los efectos de cada alimento que compone nuestra dieta, desde hace siglos nuestros antepasados han estado aplicando diferentes métodos para prolongar la disponibilidad de anchoas en nuestras despensas, ya sea conservándolas en aceite en un principio, de oliva, saludable técnica que las industrias del ramo ya están empezando a recuperar– o en salmuera, además de secadas al saludable aire de las montañas o al humo de nobles maderas.

No quiero omitir que en  las mesas de la península Ibérica contamos con dos subespecies de estos mismos pescados, según habiten en el Mediterráneo o en el Cantábrico y el Atlántico, muy similares de apariencia pero fáciles de diferenciar por los consumidores habituales de cada variedad, no sólo a simple vista sino también en el sabor, debido a la diferente composición del placton del que se alimentan y de otras peculiares características de las aguas de su hábitat, como la temperatura o el porcentaje de salinidad y de oxigenación de cada mar.

Pero en esta ocasión prefiero centrar la atención en las que ahora se capturan en el Cantábrico, primero en los puertos guipuzcoanos que tradicionalmente siempre han abastecido de pescado fresco a los mercados navarros, riojanos, burgaleses y zaragozanos y vizcaínos, para avanzar de modo escalonado desde Cantabria en agosto y septiembre para satisfacer gran parte de las necesidades conserveras hasta que cuando parece llegar el otoño salen los barcos asturianos en busca de “hombrinos”, que es como denominan en el Principado a los boquerones. 



Escaldadas en sidra, en txakolí, en vino blanco o en agua y aderezadas con un sofrito de ajos y guindilla; rellenas de jamón, de alguno de los quesos autóctonos, con pasta de aceitunas verdes o negras o de setas, de pimiento rojo del piquillo o de otras verduras procedentes de las fértiles huertas de la Ribera del Ebro, pasadas por harina y huevo y doradas en aceite de oliva o como protagonistas de distintas tostas y canapés y base de numerosos pinchos y banderillas expuestos no sólo en las barras de tabernas, bares y mesones sino en muchas bitácoras y otros medios de comunicación, además de los sabrosos guisos que con ellas continúan preparando en sus hogares las etxekoandres (amas de casa) y en las sociedades gastronómicas los varones, las anchoas frescas del Cantábrico son el ingrediente principal de numerosas recetas, como en tortilla, en cazuela, fritas o marinadas, así que no es de extrañar que desde antaño nuestros antepasados supieran imaginar cómo prolongar su disponibilidad en nuestra dieta durante el resto del año, si bien la diversidad de esos métodos merece otro artículo.



APOTECA:  
Siguiendo las recomendaciones de Hipócrates, de que los alimentos sean la base del bienestar y buen funcionamiento de nuestro organismo, para vuestra comodidad iré explicando en esta sección las virtudes nutricionales de los ingredientes que componen nuestra dieta:

Con alto valor protéico y muy ricas y del muy apreciado por sus efectos cardiosaludables tipo omega-3, que no se pierde por el escaso tiempo de cocción que precisan por su pequeño tamaño, el consumo de anchoas o boquerones frescos nos aporta:

Ø  Hierro, para trasportar el oxígeno a las células de nuestro organismo.
Ø  Sodio, imprescindible para matnener el equilibrio de agua en el organismo y permitir las contracciones musculares y los influjos nerviosos.
Ø  Potasio, que controla la humedad celular, las contracciones musculares y el ritmo cardíaco.
Ø  Calcio y fósforo, fundamentales  para el mantenimiento de huesos y cerebro y, en feliz compañía, para regular la coagulación de la sangre.
Ø  Yodo, oligoelemento que estabiliza el buen funcionamiento de la glándula tiroides y el óptimo estado de piel, cabello, uñas  y otros tegumentos.
Ø  Y vitaminas A y de la familia B,  que estabilizan el sistema nervioso y contrarrestan el estrés.

Y si los antiguos ya conocían sus beneficios, ahora también sabemos que el consumo regular de anchoas evita la formación de plaquetas en el interior de los vasos sanguíneos y que, con escasos hidratos de carbono y muy pocas calorías, nos ayuda a disminuir en nuestro organismo el denostado colesterol  LDL  y aumenta el del beneficioso HDL.



Y, sin que sirva de precedente, aquí os incluyo un par de recetas tan fáciles como sabrosas que recuerdo de mi infancia:


ANCHOAS EN ACEITE Y VINAGRE
Si sobrase parte de esta preparación, se puede utilizar para la realización de tortillas, canapés, bocadillos y otros emparedados o incluir en ensaladas y macedonias.
Ingredientes:

  • 1 kg de anchoas muy frescas
  •  2 tazas (1/2 l) de agua
  • 1 hojita de laurel (optativo)
  • 2 cucharadas soperas de aceite de oliva virgen extra
  • 3 dientes de ajo, pelados y partidos a lo largo por la mitad
  • 1 cucharada sopera de vinagre de vino blanco o de jerez
Disponer en un cazo las anchoas –que si están enteras por ser muy frescas no precisan ser desespinadas ni evisceradas- con el agua y el laurel –si se gusta– sobre fuego muy suave.

Cuando rompa a hervir, retirar del calor y dejar reposar los pescados 3 min con el recipiente tapado antes de pasarlos muy escurridos a una fuente, para dejar templar.

Retirarles las cabezas y espinas, para obtener limpios los filetes y depositarlos en el recipiente en que se llevarán a la mesa.

En el último momento, calentar sobre fuego suave en una sartén el aceite con los dientes de ajo; cuando éstos  empiecen a cambiar de color, retirar del calor, añadir el vinagre y verter sobre las anchoas para comer a continuación.

BOQUERONES EN CAZUELA
Ingredientes para 4-6 raciones:

  •        1 kg de boquerones
  •         2 cebollas grandes, peladas y picadas muy menudo
  •        4 dientes de ajo medianos, pelados y prensados o picados muy menudo  
  •        2 cucharadas de perejil fresco picado muy fino
  •        1 cucharadita de postre de sal
  •        1 cucharadita de pimentón dulce o picante (o de ambos mezclados)
  •        3 cucharadas de aceite de oliva virgen extra

Limpiar los boquerones de vísceras y espinas* y sazonarlos con la mitad de la sal.

En un bol amplio o ensaladera poner los demás ingredientes, salvo el aceite,  y mezclarlos bien.

Embadurnar el fondo de una cazuela amplia y baja (de barro o con fondo difusor del calor) con 1  cucharada de aceite de oliva y tapizarlo con la tercera parte del contenido del bol.

Distribuir encima extendidos la mitad de los boquerones, taparlos con otra tercera parte de la mezcla  y rociar con otra cucharada de aceite.

Repartir sobre esto los pescados restantes, cubrirlos con el resto de hortalizas aderezadas y regar todo con el aceite que queda.

Cubrir la cazuela con una tapadera o, en su defecto, con una lámina de papel de aluminio, y dejar cocer sobre fuego suave 5 min, antes de mantener el recipiente cubierto otros 5 min retirado del calor.

* Para retirar las cabezas y las vísceras a los pescados pequeños, basta con sujetar en el hueco del puño de una mano el cuerpo de la pieza que se va a limpiar con su vientre hacia el nuestro y, presionándole ligeramente entre el índice y el pulgar de la otra mano por el cogote, tirar suavemente de la cabeza del animal, que al desprenderse llevará unidas a ella  todas las entrañas del ejemplar.
Si también se desea retirar la espina central, hay que prolongar la abertura del vientre hasta la cola caudal, haciendo una sencilla presión con los dedos,  para separar de la raspa la carne de un lateral primero y después la del otro y finalmente retirar el esqueleto del pescado.


¡Qué aproveche!

miércoles, 17 de abril de 2013

LOS TESOROS DE LA HUERTA: Espárragos de Navarra, oro blanco de la Ribera del Ebro


Ahora que los rayos del bondadoso Sol han secado la superficie de las huertas y campos no sólo de la Mejana de Tudela sino de toda la Ribera del Ebro tanto navarra como riojana, los agricultores han comenzado a recolectar el espárrago blanco, fieles a ese popular dicho que, como ocurre con otras hortalizas primaverales, reza: “Los de abril, para mí; los de mayo, para el amo, y los de junio para ninguno”.

Con las primeras luces del alba, para evitar que los rayos de sol lleguen a acariciar las escamosas puntas de los delicados turiones de las esparragueras (ya que tornarían su blanco color hacia el violáceo), ya están los agricultores en los campos, revisando minuciosamente cada bancal de tierra arenosa bien abonada, en que están enterradas las cepas para desenterrar, uno a uno y a mano, con la ayuda de un pequeño cuchillo corvo, los estimados tallos allí donde una inapreciable elevación del terreno delata su presencia, ardua tarea que desempeñaran todos los días hasta primeras horas de la mañana, para llevar la cosecha del “oro blanco de nuestras mesas” a las numerosas fábricas conserveras de la zona –en donde, tras su clasificación y lavado, hábiles manos femeninas procederán al cuidadoso pelado y calibrado de los espárragos antes de escaldarlos y rápidamente enfriarlos para ser envasados–, a los distribuidores de frutas y verduras –que se encargaran de abastecer restaurantes y mercados– y a sus hogares –primaveral ingrediente de numerosos platos de la cocina popular de la zona: asados en brasa, para retirar la piel chamuscada; salteados en sartén, humedecidos en aceite de oliva y sazonados con sal gorda; cocidos y escurridos, aderezados ya tibios con mahonesa o vinagreta sencilla o enriquecida con picadillo de huevo duro, hierbas (perejil, cebollino o hinojo) y/o encurtidos (pepinillos o alcaparras), o estofados con huevos, en cazuela de barro con un poco de su caldo;  fritos en manteca de cerdo o en aceite, aromatizados con vinagre y, ya fuera del calor, con un majado de pimienta, comino y ajo (según el manuscrito de Antonio Salsete, el Cocinero Religioso, entre los siglos XVII-XVIII), o como ilustre ingrediente de otros platos (menestras, panachés y macedonias) y guisos de carne (calderetes de cordero o de conejo) o de pescado.

Con un escaso aporte calórico, poco sodio y mucha fibra (que facilita el tránsito intestinal y previene parte de las patologías de colon), los tiernos espárragos aportan a nuestro organismo potasio (regulador del ritmo cardíaco y las contracciones musculares y nerviosas), magnesio (necesario para la integridad celular y la estructura de los ácidos nucleicos), yodo (controlador el metabolismo basal), selenio (eficaz antioxidante celular), fósforo (determinante del buen funcionamiento cerebral, de la estructura ósea  y de la producción de energía), calcio (por lo que su consumo está especialmente recomendado a infantes, púberes, gestantes y ancianos), hierro (antianémico por excelencia), azufre (que facilita la eliminación de toxinas y la respiración celular) y zinc (imprescindible en el metabolismo energético), además de retinol (provitamina A, desintoxicante, antiinfecciosa y responsable del buen estado de la vista y de la piel–, vitaminas C (estimuladora del sistema inmunológico), E (asociada con la regeneración y juventud celular) y de la familia B: ácido fólico (esencial en la composición de la sangre y el buen estado genital), nicotidamina (que facilita la respiración celular y contrarresta los trastornos circulatorios), tiamina (eficaz contra la avitaminosis y el alcoholismo y analgésico neurológico y reumático) y riboflavina (contra la fatiga muscular).



Originarias de Asia Menor –probablemente de las cuencas del Tigris y del Eúfrates–, las esparragueras silvestres siguen creciendo espontáneamente en los suelos arenosos del continente euroasiático, si bien hace más de 6.000 años ya eran cultivadas, como alimento exquisito, en Egipto –según aparece representado en jeroglíficos y bajorrelieves de los sepulcros faraónicos–, cuya técnica y el conocimiento de sus virtudes pasarían a la antigua Grecia –donde ofrecían manojos de espárragos a sus dioses, para propiciar la regeneración de la naturaleza, y las personificaron en Faón, famoso por sus proezas amatorias que fue metamorfoseado en esparraguera– y, desde las colonias helenas del sur de Italia, a Roma, bajo cuyo imperio, con las legiones que por el río Ebro avanzaron hacia el interior y el norte de nuestra península, se introdujo en  los territorios que abarcan la zona cuya denominación nos interesa el cultivo –si bien por aquel entonces, en fosas, según nos cuenta Catón, en el siglo II antes de nuestra era, para protegerlos de la luz y así evitar la síntesis de clorofila– de los maravillosos espárragos blancos, con tallos rectos, suaves y firmes, de extremos claros y frescos, puntas cerradas y consistentes, sin alteraciones de color ni acorchamientos, que los agricultores navarros han seguido cosechando hasta nuestros días.

Ni siquiera durante la fuerte presencia árabe durante la Edad Media en las huertas de la Ribera navarra se dejaron de producir estos tesoros, ya que los sabios médicos agarenos –a pesar de no gozar este manjar de su aprecio, por el intenso olor que presta al sudor y la orina de quienes los consumen– y hebreos conocían sus benéficos efectos tanto de las raíces y semillas –con cuyos cocimientos remediaban la ictericia y la ciática y, hervidas en vino y machacadas, utilizaban en cataplasmas para aplacar el dolor de los miembros desencajados– como de los turiones o espárragos –de acción refrescante, que son un suave sedante cardiaco y excelente de­purativo, desintoxicante, laxante y diurético–, cuya ingesta recomendaban para estimular el hígado y el bazo, disipar la melancolía, fluidificar la sangre, combatir el estreñimiento y aumentar la secreción de orina; y aunque hoy se sabe que puede irritar vejiga y riñones delicados y que no conviene a quienes sufren enfermedades inflamatorias -como gota, cistitis o reuma–, también conocemos que es eficaz para combatir la hipertensión y la arterioesclerosis y muy recomendable para quienes padecen diabetes y anomalías cardiovasculares así con en las dietas de adelgazamiento y para preparar nuestro organismo, venciendo la astenia primaveral, antes de soportar los estragos del sol estival y los desmanes alimentarios que durante las vacaciones  cometemos.

Dúctiles a distintas técnicas culinarias y presentes en numerosas guarniciones con nombre propio de la cocina francesa –Catalina de Médicis los introdujo en la corte gala, para el gran disfrute de sus descendientes Enrique III y Luis XIV de Francia y el primer Borbón de la corona española, Felipe V, quien ordenó el cultivo en Aranjuez de los populares “pericos”– y rusa, el característico sabor y la delicadeza de los primaverales espárragos blancos D.O. de Navarra –que ahora están disponibles envasados en el mercado durante todo el año– también provocan el ingenio de las grandes figuras de la restauración actual, que elaboran curiosos platos –con diversos mezclas y distintas técnicas: sorbetes, gelatinas, galletas, pasteles, tallarines, raviolis– que no siempre respetan la peculiar naturaleza de tan excelso producto, aberración nada novedosa, como es fácil comprobar en la receta de espárragos rellenos que incluyo, a título de curiosidad, junto a la de un arroz cremoso, sabrosísimo primer plato o excelente guarnición  para  magret de pato, foie-gras de oca, pescados a la sal o al vapor... 

Incluso crudos, recién extraídos de la tierra, cepillados y pelados, y con un hilillo de uno de los aceites  de oliva virgen extra obtenidos en el Territorio Foral, como se han degustado en Andosilla (Navarra) el último fin de semana, o en granizado, como el postre con que finalizamos el menú dedicado a esta hortaliza en los eventos mensuales hace unos años en el desaparecido La Cuchara de Tabo.

¡Deleitense con ellos! 

sábado, 13 de abril de 2013

LA ALCACHOFA: FLOR DE LA HUERTA TAMBIÉN PRIMAVERAL

Con la llegada del otoño y hasta bien avanzada la primavera, aparecen en nuestras mesas las delicadas alcachofas, tan deliciosas al paladar como agradecidas en cocina y oportunas para nuestro bienestar, ya que, al incluirlas en la dieta cotidiana invernal, facilitan notablemente la metabolización de los suculentos pucheros y guisos con que tradicionalmente nuestros antepasados combatían los rigores climáticos.


                                           
No hay certeza sobre el origen de la alcachofera (Cynara scolymus), si bien es muy probable que, al igual que ocurrió con muchas otras plantas habituales en nuestras huertas, fuera en Asia Menor donde lograran cultivar esta variedad de la familia de los cardos. Pero sí sabemos que en el antiguo Egipto gozaba de especial aprecio una planta muy similar a la que conocemos actualmente, ya que aparece profusamente representada en los monumentos de esa cultura que han llegado a nuestros días.


También en la antigua Grecia, cinco siglos antes de nuestra era, estimaron las alcachofas por las virtudes terapéuticas de sus componentes -que ahora se han dado en llamar “fitoquímicos”-, y se esforzaron por perfeccionar el cultivo de esta variante de los cardos salvajes para lograr aumentar el tamaño de los frutos de forma globular compuestos por tiernas hojas carnosas apiñadas y conseguir que perdieran las pequeñas espinitas llamadas "gavilancillos" en que terminan, con la intención de emplearlas en cocina en detrimento de las pencas que los sustentan.

Posteriormente, los cotizados médicos y cocineros helenos habían de difundir su consumo en Roma, y no es de extrañar que durante la expansión de tan vasto imperio se introdujera el cultivo de alcachofas en las fértiles vegas de los ríos que surcan Iberia -si acaso no debemos su conocimiento a los cartagineses-, donde, junto con las infraestructuras precisas para obtenerlas de la madre tierra, las debieron encontrar los hábiles hortelanos árabes al introducirse en la Península.

Objeto de interés de antiguos botánicos y estudiosos de la naturaleza, existe una abundante documentación de boticarios y galenos sobre la efectividad del consumo de  esta planta cuando se pretende disminuir la excesiva producción de ácido clorhídrico en el estómago, normalizar las disfunciones hepático-renales, estimular la producción de bilis, disminuir la cantidad de azúcar en sangre  y de ácido úrico en la orina, despejar el sistema circulatorio de grasas, tonificar el sistema nervioso y el metabolismo en general; también hay registradas numerosas referencias a distintos remedios de aplicación popular, como la saludable costumbre de beber el caldo de su cocción, para eliminar toxinas; de ingerir en ayunas unas cucharadas del resultado de exprimir las largas hojas frescas de color verde ceniciento de la alcachofera maceras en vino blanco con azúcar para aligerar el hígado, o beber un vasito del jugo resultante de haber cocido al baño-maría durante dos horas cuatro o cinco alcachofas desmenuzadas cubiertas de agua fría antes de pasarlas por un pasapurés, para activar las funciones cerebrales. 



Además, los tallos que sustentan los frutos, cocidos en agua hirviendo tras haber sido escaldados y escurridos -para suavizar su característico amargor-, y aderezados como si fuesen espárragos -los típicos “esquejes” aragoneses-, resultan muy eficaces para controlar la diabetes, y las raíces de la planta en infusión sirven como diurético y para despejar las vías digestivas.
  

Como en otros muchos casos, ahora está suficientemente contrastada la sabiduría acumulada en la cultura popular, pues tras haber sido sometidas a exhaustivos análisis en sofisticados laboratorios, conocemos que las distintas partes de la alcachofera contienen un diéster del ácido caféico y quínico, eficaz regenerador hepático y estimulante de la vesícula biliar llamado “cynarina” -que también evita el endurecimiento arterial  y mantiene bajos los triglicéricos-, además de  un principio amargo, la “cynaropicrina” -que parece tener cierta acción antitumoral-, y numerosos ácidos polifenólicos con virtudes laxante, diurética -potenciada con sales de potasio y flavonoides-, desintoxicante, antibacteriana, febrífuga, aperitiva, antidiabética y tonificante, y que previene el envejecimiento celular.

Tal cúmulo de virtudes explica que, para prolongar su tiempo de disponibilidad una vez cosechadas, la farmacopea tradicional procediera a la pulverización de sus hojas una vez desecadas mientras en los hogares se almacenaban los cogollos frescos con sus tallos enterrados en barriles de arena en los subterráneos de las casas o sumergidos en recipientes de barro tras haberlos sometido al proceso de escabechado.

Su cultivo no estaba exento de arduas tareas, pues  tal y como describe en su Diccionario de Cocina Ángel Muro, antes de que llegara el momento de ser recolectadas a mano -como se sigue haciendo en la actualidad-  no sólo había que elegir los mejores retoños de una primera planta y trasplantarlos, con una distancia intermedia de al menos un metro, por pares -con el fin de eliminar el más débil-, al terreno definitivo, con un sustento rico, bien aireado y regado, sino que, además, antes de la introducción de las técnicas auxiliares para rentabilizar su cultivo que en los últimos años se están aplicando en determinadas zonas agrícolas -como son las coberturas de plástico de los invernaderos o el regadío por goteo-, los hortelanos debían calzar las plantas, levantando la tierra alrededor de cada planta tras haber atado las hojas en haz, para protegerlas de los rigores invernales, e incluso, si preveían fuertes heladas, solían cubrir las partes sobresalientes con paja o con estiércol hasta que se suavizaba la temperatura durante la primera campaña de recolección, de octubre a enero, labor agradecida en las segunda floración, de marzo hasta mayo o incluso junio en el ámbito europeo. 



Pero nuestros antepasados consideraban tales esfuerzos bien empleados ante las propiedades de semejantes plantas, de las que no sólo utilizaban las cabezuelas con fines culinarios, base de numerosas recetas una vez desprovistas de sus hojas externas. Cortadas en finas láminas y asadas a la plancha o salteadas; fritas o en tortilla; horneadas o guisadas; con diversos rellenos y estofadas o rebozadas, aderezadas con alguna salsa blanca más o menos enriquecida, con vinagreta o con mahonesa, como ingrediente de menestras, panachés, platos de pasta o de arroces o como guarnición carnes y pescados, las alcachofas cambiaran de color al entrar en contacto con el aire tan pronto manipulemos en crudo los capullos, lo que no afecta a su sabor ni a su riqueza nutricional. 

Especialmente indicado para aquellas personas que padecen artritis, reuma, diabetes o estreñimiento, se recomienda el consumo de los capullos de la alcachofera para tratar las enfermedades hepatobiliares -al regularizar las funciones del hígado, activar la producción de bilis y disolver los cálculos biliares- así como para corregir los niveles de las dos clases de colesterol, bajar la hipertensión arterial y estimular la función renal y el apetito.

Con fama más o menos justificada de ser afrodisíacas, las alcachofas tienen, además de un alto porcentaje de fibra, un flavonoide que parece combatir el cáncer de piel según se ha comprobado en animales y unos componentes similares a la cafeína que activan la mente. Y aportan potasio (que regula el influjo nervioso, las contracciones musculares y el ritmo cardíaco y la humedad celular), fósforo (que ayuda a liberar rápidamente la energía precisa e interviene en la formación del esqueleto y libera rápidamente la energía precisa), calcio (regulador de la coagulación de la sangre y, con el anterior, fundamental en la formación y buen estado de huesos, uñas y dientes), sodio (que asegura el equilibrio de agua en el organismo y permite las contracciones musculares y los influjos nerviosos, hierro (imprescindible en la producción de glóbulos rojos, favorece la formación de hemoglobina, la oxigenación de las células y el equilibrio metabólico) y vitaminas A (antioxidante y antienvejecimiento celular), B1 (responsable del buen funcionamiento del corazón, sistema nervioso y muscular y de la transformación de los azúcares en energía) y C (que aumenta las defensas del organismo, devuelve luminosidad al rostro y mantiene piel, encías y huesos y el sistema circulatorio en buen estado, además de ayudar ayuda a la absorción y asimilación del hierro de la dieta y facilitar la cicatrización y curación de heridas y la formación y la síntesis del colágeno).

Así que no es de extrañar la diversidad de recetas que para cocinar las alcachofas a lo largo de los siglos se han ido imaginando, y en la actualidad continúan descubriendo, tanto en los hogares como en las cocinas públicas, quienes tienen aficiones culinarias, ya sea aplicando técnicas propias de otros manjares, utilizando instrumentos procedentes de otras culturas o tratando otras partes de la planta, como, dicho sea de paso, ya venían haciendo desde antiguo los habitantes de los países del ámbito mediterráneo. 



Cuando se dispone de pequeñas y tiernas alcachofas, las hojas interiores pueden comerse en crudo, aderezadas con limón, aceite y sal, que es el modo idóneo de conocer el verdadero sabor de esta flor, ya que en la base se nota perfectamente lo bien que combina su carnosidad con el ligero dulzor que tiene esta hortaliza.

Pero lo habitual es comerlas cocinadas: se incorporan al recipiente elegido -plancha engrasada, sartén con aceite o cazuela con agua salada hirviendo- tras haber cortado con un cuchillo la base y el extremo opuesto de cada alcachofa, retirarle las hojas externas (más duras y de color más intenso), y ya partida, si fuere menester. 

Para evitar que al entrar en contacto con el aire las piezas se oscurezcan, es habitual ir frotando los trozos con medio limón o introducir éste en el guiso, pero no es una práctica que me entusiasme, ya que altera el delicado sabor de esta verdura; yo prefiero guisar las alcachofas sin retirarles su extremo exterior y protegidas por algunas de sus hojas externas  -que exprimidas a través de un pasapurés utilizo para enriquecer la salsa- o cubiertas con unas hojas de lechuga, que evitarán la oxidación, al margen del sistema tan en boga de pasarlas rápidamente de la cazuela en que hiervan a un recipiente con agua helada para interrumpir la cocción y mantener su color.

Y aunque en nuestra península no se interrumpió su cultivo desde la época romana, por influencia de los galenos árabes y hebreos, en los territorios europeos de influencia francesa su consumo se vio inducido –como el de otras hortalizas por la llegada a la corte gala de Catalina de Médici, al hacerse cargo de la regencia de la corona tras la muerte de su esposo Enrique II, y al considerarse un ingrediente palaciego, no es de extrañar que la mayoría de las guarniciones y platos en que intervienen las alcachofas hayan pasado a la historia de la gastronomía con un nombre francés.

No obstante, por su extensión, será mejor dejar para otro artículo  la descripción de platos hispanos de alcachofas, así como de algunas otras preparaciones de la cocina internacional, incluyendo algunas recetas que por su antigüedad deseo compartir explícitamente para avivar vuestra curiosidad.



Aquí aparecen productos y cultivos de alcachofas de Tudela, en la Ribera navarra, pero prometo que  los siguientes artículos dedicados a estas flores de huerta promocionaré las de otras comarcas, si bien recomiendo que utilicéis las propias de vuestra región habitual o de origen.

Os invito a que os aprovechéis de ellas para vuestro placer y buen humor.