jueves, 7 de marzo de 2013

El bacalao en salazón, el cisne de las cocinas



La industria alimentaria, sensible a los cambios de los usos determinados por el transcurso del tiempo, nos permite adquirir las tajadas de bacalao desaladas, envasadas al vacío, congeladas o recién desvestidas de su capa de salazón, listas para cocinar de modo improvisado, y no sólo a granel, como es tradicional  en los mercados y colmados catalanes y vascos, sino en bandejas de polistán, que podemos almacenar en nuestro armario nevera-congelador, ahora que en la mayoría de las viviendas (así como en muchos locales de hostelería) no se dispone de una habitación fresca, ventilada y con temperatura estable dedicada a despensa ni de las casi olvidadas fresqueras (armarios generalmente abiertos en la cocina, en el muro más fresco del edificio, para almacenar a temperatura ambiente determinados alimentos perecederos o de intenso aroma, protegidos de la intemperie por una tela metálica que evitaba la entrada de insectos y otros animales). 


Pero en el cambio se ha perdido la posibilidad de comprobar el carácter inequívocamente alquímico –sinónimo de mágico– de la cocina, al observar la fascinante alteración de aspecto y sabor que en cuestión de horas y con sencillos y certeros mimos puede experimentar una poco apetitosa bacalada (fea como el patito del cuento para su familia de acogida, seca y acartonada cuando no estropajosa) para transformarse en nutritivos, delicados y sabrosísimos platos, tanto tradicionales como innovadores, para consumir fríos o calientes, elaborados en el momento o con cierta antelación. Y tan versátil ingrediente culinario, imprescindible en las cocinas populares no sólo de las regiones alejadas de la costa hasta hace unas décadas, por su disponibilidad constante, fácil almacenaje  y asequible precio, también ha experimentado un notable cambio en cuanto a su cotización y ha pasado a ser tasado como apreciada materia para los menús y preparaciones festivas, ya estén marcadas por el calendario o por el capricho personal. 

Ahora sabemos que el bacalao en salazón –pescado considerado blanco cuando es fresco, por su bajo porcentaje en grasa, pero que cambia a azul al aumentarse éste en el proceso de secado, prensado y salado–, es rico en proteínas y aporta a nuestro organismo vitaminas A, B, C y D y fósforo, potasio, calcio y magnesio, por lo que su consumo está recomendado en épocas de crecimiento y de ejercicio tanto físico como intelectual y, además del placer que su degustación proporciona, es idóneo para equilibrar nuestros sistemas nervioso y cardíaco y para combatir la astenia y el decaimiento que sufrimos en ciertas épocas o episodios de nuestra vida y en las estaciones del año en que disponemos de menos luz solar, como muy bien debían saber nuestros antepasados, que solían incluir en su dieta una vez por semana –los viernes o las vísperas de festividades religiosas– al menos en el puchero de legumbres una porción de bacalao cuando no un plato elaborado con tan tonificante ingrediente. 

Y es que no conviene olvidar que cuando la iglesia cristiana establece la prescripción de guardar la vigilia instituye una higiénica norma dietética ya extendida por el ámbito mediterráneo, eso sí, mucho antes de que los aguerridos pescadores que llegaron a Terranova persiguiendo ballenas trajeran a la península las primeras piezas de bacalao abiertas, limpias de vísceras y secadas al frío aire del Norte de Europa de modo similar a como todavía deshidratan los  pulpos mediterráneos en la costa murciana.


Y ya fueran vascos, portugueses, bretones o normandos los pescadores que hace más de cinco siglos se especializaran en la captura de distintas variedades de bacalao, y aunque  parece ser que en 1421 ya había una cincuentena de barcos que se dedicaban a la pesca en las frías aguas del Atlántico Norte, la llegada en 1497 de Giovanni Caboto, bajo bandera inglesa, del portugués Gaspar Corte-Real en 1500 y del francés Jacques Cartier en 1534 a la isla de Terranova y el descubrimiento de sus magníficos caladeros de bacalao común (Gadus morhua) hizo confluir en sus costas los barcos españoles (vascos y gallegos), portugueses, franceses e ingleses en busca de tan prolíficos animales y difundir su consumo en sus países de origen.

Y ya fueran vascos, portugueses, bretones o normandos los pescadores que hace más de cinco siglos se especializaran en la captura de distintas variedades de bacalao, y aunque  parece ser que en 1421 ya había una cincuentena de barcos que se dedicaban a la pesca en las frías aguas del Atlántico Norte, la llegada en 1497 de Giovanni Caboto, bajo bandera inglesa, del portugués Gaspar Corte-Real en 1500 y del francés Jacques Cartier en 1534 a la isla de Terranova y el descubrimiento de sus magníficos caladeros de bacalao común (Gadus morhua) hizo confluir en sus costas los barcos españoles (vascos y gallegos), portugueses, franceses e ingleses en busca de tan prolíficos animales y difundir su consumo en los países de origen. 


Como los navegantes españoles no disponían de bases en Terranova para descargar sus pescados con el fin de secarlos extendidos en la playa como hacían los aborígenes para prolongar su duración, y puesto que sus campañas en alta mar duraban varios meses,  procedieron a retirar de modo artesanal las cabezas y vísceras de las piezas recién extraídas de las profundas y frías aguas del mar para a continuación abrirlas y lavarlas a mano y, envueltas en sales puras, dejarlas curar en la bodega del barco, proceso que se continúa aplicando a bordo de los modernos navíos para obtener las bacaladas de excelente calidad que una vez rehidratadas al someterlas ya cortadas al prescriptivo remojo de 24 ó 36  horas sumergido en agua fresca cambiada cada 8 horas y escurridas, alcanzarán su delicada textura y extraordinario sabor en cualquiera de las recetas que elaboremos tan agradecido pescado, ya sea guisado o, tras haberlo calentado en agua fresca sobre fuego muy suave sin que llegue a hervir hasta que suelte espuma, aderezado en apetitosas ensaladas o jugosas tortillas y revueltos.


Entre las cerca de sesenta especies, muchas de ellas comestibles, que se agrupan bajo el nombre de bacalao –que hay quien lo asocia con la isla de Bocalieu, cercana a Terranova–, el más apreciado es el “común”  (Gadus morhua), voraz depredador de arenques, anguilas y otros peces, que vive sobre todo en mares fríos o templados del norte, a profundidades de entre 180 y 360 m, y emprende largas migraciones en el Atlántico, desde el mar del Norte, las islas Feroe y Británicas y el Canal de la Mancha hasta Terranova y la península de Labrador; de tamaño moderado, aunque puede llegar a pesar 90 kilos y a medir casi un par de metros, color gris verdoso o castaño negruzco, con un dibujo veteado en la cabeza, el dorso y los costados y tres aletas dorsales, dos anales, una cola no bifurcada y un pequeño barbelo en la mandíbula inferior. Según su grado y técnica de curación se distingue entre el blanco, de procedencia  nórdica, y el amarillo o dorado, apreciado por los pescadores "guipuzcoanos", "vizcaínos", "otros súbditos de su Majestad católica" y "otros pueblos de España", según se puede leer en los tratados de 1713 firmados entre España e Inglaterra sobre los acuerdos pesqueros en Terranova.


Pero también pertenecen a la familia de los Gálidos el abadejo, que vive en aguas frías costeras a ambos lados del Atlántico, cuya mandíbula inferior proyecta más allá de un hocico afilado, con la parte dorsal de color oliva tirando a castaño, más claro en  los costados y vientre plateado, que adulto suele pesar de 3 a 4 kg aunque hay ejemplares de 11 kilos; el carbonero –o abadejo negro– y el eglefino, muy apreciado por los japoneses, además de las diferentes variedades que se utilizan para elaborar la pasta de pescado llamada surimi. Todas las variedades son muy prolíficas y en invierno, cuando se reúnen para reproducirse, cada hembra pone varios millones de huevos que en algunas especies contienen una gota de aceite que les permite flotar a las crías durante su fase larvaria, cuando los diminutos pececitos de 2 cm se hunden hasta el fondo, donde permanecen hasta su segundo año de edad, en que inician su migración para, ya con cinco años, comenzar a procrear.

Salvo en las tiendas especializadas en la venta de bacalao y en algunas escuelas de hotelería, es difícil encontrar la guillotina especial para trocear las bacaladas en los diferentes cortes, una vez partidas a lo largo por la mitad: colas, que al igual que los recortes del otro extremo de la pieza y las migas  se utiliza para agregar a pucheros de legumbres y, sin piel ni espinas, para hacer croquetas, sopas o arroces; a continuación, los trozos, para rebozar y freír; de los lomos, se sacan los trozos de morro, la parte más gruesa, para soltar en láminas y hacer  milhojas, y los laterales, para guisar al pil-pil, además de las cocochas, que se hacen en salsa verde, y la tripa o vejiga, que también se vende aparte bajo el nombre de “callos”; las huevas, envasadas en conserva al igual que y el hígado (que podemos encontrar en nuestros mercados troceados o enteros enlatados) o bien el aceite extraído de éste embotellado, excelente reconstituyente que se adquiere en farmacia o se utiliza en la industria cosmética.


No es de extrañar que en función de su antigua abundancia -la situación ha cambiado en la actualidad- se conozcan tal diversidad de recetas tradicionales elaboradas con bacalao: sólo en España, se cocina con aceite de oliva, cebollitas, pimiento  verde y rojo y perejil o con leche, mantequilla, perejil y zumo de limón, con patatas y coliflor y en empanada con espinacas y pasas, en Galicia; con miel, en Asturias; con patatas y arroz, en Cantabria; en sopas (pourrusalsa y zurrukutuna), al pil-pil (emulsionado  con aceite y ajo), a la vizcaína (con una salsa de tocino, cebolla, pimientos choriceros y galleta molida), al Club Ranero (combinando las dos recetas anteriores),  a la bilbaína (en manteca con cebolla, guindilla, jamón y yema de huevo duro), a la donostiarra, en tortilla (con perejil), en Euskadi; en salsa verde, al ajoarriero, al chilindrón, con manzanas o con leche y los pimientos del  piquillo de Lodosa, son platos navarros; con cebolla, pimiento  y tomate, a la riojana; buñuelos, con patatas, con arroz o con ajo frito, vinagre y pimentón, o con cardo, en Aragón; en Castilla-León, a la bejarana, a la segoviana, a la soriana, a la tranca, a la zamorana, al estilo de Béjar, en potaje con garbanzos,  encebollado...; en potajes de repollo con chorizo o de garbanzos con espinacas o de arroz o de patatas, pero también con huevos fritos y tomate cocido, en Córdoba; a la madrileña, guisado en salsa blanca o de azafrán; el zarangollo murciano, con las hortalizas pochadas de sus huertas; el suculento atascaburras de Cuenca y Albacete, el esgarrat valenciano, el giraboix alicantino, el empedrat catalán y levantino, el moje extremeño, o como aderezo de migas, de pistos, de salmorejos y de gazpachos, rellenando hortalizas para asarlas al horno, marinado en aceite de oliva virgen extra con ajo picado y guindilla.....

Hay muchas más recetas en la culinaria española donde la intervención del bacalao resulta insustituible, y esto sin pasar revista a las cocinas catalanas y baleares –donde por lo habitual de su consumo desde antiguo se continúa pudiendo adquirir ya desalado, ingrediente principal de ensaladas como el mediterráneo poti-poti, eficaz antídoto contra los sopores veraniegos– ni del archipiélago canario, además del amplio repertorio portugués y de otros países: brandada, al estilo de Bayona, a la borgoñesa, a la escocesa, a la japonesa, a la leonesa, a la lyonesa, a la provenzal, a la noruega, a la rusa, a la escocesa, a la irlandesa, sopa romana, risottos....,, cuyas recetas os resultará fácil localizar en distintos blogs de otros autores, aparte de las que diariamente iré incluyendo hasta finalizar este mes en mi otra bitácora: laguisanderailustrada.blogspot.com.
  
Así que no es de extrañar que en la novela La mar es mala mujer, de Raúl Guerra Garrido, cuyo protagonista es el mejor patrón de pesca de bacalao del puerto de Pasajes de San Pedro, el cocinero del flamante buque bacaladero se comprometa a ofrecer a la tripulación un plato diferente a base de este pescado durante todos los días que dure la larga campaña y cumpla con creces tal empeño. Y eso que se publicó en 1987, cuando los nuevos e ingeniosos artífices de los fogones todavía no habían centrado su merecido interés en el bacalao –salvo en los fogones vascos y, si acaso, catalanes–, cuando parece haber recobrado su sentido originario la  popular y antigua perífrasis “el que corta el bacalao” para designar de modo coloquial a quien detenta el poder.



¡A disfrutar de ello!