La industria alimentaria, sensible a los cambios de los usos determinados por el transcurso del tiempo, nos permite adquirir las tajadas de bacalao desaladas, envasadas al vacío, congeladas o recién desvestidas de su capa de salazón, listas para cocinar de modo improvisado, y no sólo a granel, como es tradicional en los mercados y colmados catalanes y vascos, sino en bandejas de polistán, que podemos almacenar en nuestro armario nevera-congelador, ahora que en la mayoría de las viviendas (así como en muchos locales de hostelería) no se dispone de una habitación fresca, ventilada y con temperatura estable dedicada a despensa ni de las casi olvidadas fresqueras (armarios generalmente abiertos en la cocina, en el muro más fresco del edificio, para almacenar a temperatura ambiente determinados alimentos perecederos o de intenso aroma, protegidos de la intemperie por una tela metálica que evitaba la entrada de insectos y otros animales).
Pero en el cambio se ha perdido la posibilidad de
comprobar el carácter inequívocamente alquímico –sinónimo de mágico– de
la cocina, al observar la fascinante alteración de aspecto y sabor que en
cuestión de horas y con sencillos y certeros mimos puede experimentar una poco
apetitosa bacalada (fea como el patito del cuento para su familia de
acogida, seca y acartonada cuando no estropajosa) para transformarse en
nutritivos, delicados y sabrosísimos platos, tanto tradicionales como
innovadores, para consumir fríos o calientes, elaborados en el momento o con
cierta antelación. Y tan versátil ingrediente culinario, imprescindible en las
cocinas populares no sólo de las regiones alejadas de la costa hasta hace unas
décadas, por su disponibilidad constante, fácil almacenaje y asequible precio, también ha
experimentado un notable cambio en cuanto a su cotización y ha pasado a ser
tasado como apreciada materia para los menús y preparaciones festivas, ya estén
marcadas por el calendario o por el capricho personal.
Ahora sabemos que el bacalao en salazón –pescado
considerado blanco cuando es fresco, por su bajo porcentaje en grasa, pero que
cambia a azul al aumentarse éste en el proceso de secado, prensado y salado–,
es rico en proteínas y aporta a nuestro organismo vitaminas A, B, C y D y
fósforo, potasio, calcio y magnesio, por lo que su consumo está recomendado en
épocas de crecimiento y de ejercicio tanto físico como intelectual y, además
del placer que su degustación proporciona, es idóneo para equilibrar nuestros
sistemas nervioso y cardíaco y para combatir la astenia y el decaimiento que
sufrimos en ciertas épocas o episodios de nuestra vida y en las estaciones del
año en que disponemos de menos luz solar, como muy bien debían saber nuestros
antepasados, que solían incluir en su dieta una vez por semana –los viernes o
las vísperas de festividades religiosas– al menos en el puchero de
legumbres una porción de bacalao cuando no un plato elaborado con tan
tonificante ingrediente.
Y es que no conviene olvidar que cuando la iglesia
cristiana establece la prescripción de guardar la vigilia instituye una
higiénica norma dietética ya extendida por el ámbito mediterráneo, eso sí,
mucho antes de que los aguerridos pescadores que llegaron a Terranova
persiguiendo ballenas trajeran a la península las primeras piezas de bacalao
abiertas, limpias de vísceras y secadas al frío aire del Norte de Europa de
modo similar a como todavía deshidratan los pulpos mediterráneos en la
costa murciana.
Y ya fueran vascos, portugueses, bretones o
normandos los pescadores que hace más de cinco siglos se especializaran en la
captura de distintas variedades de bacalao, y aunque parece ser que en
1421 ya había una cincuentena de barcos que se dedicaban a la pesca en las
frías aguas del Atlántico Norte, la llegada en 1497 de Giovanni Caboto, bajo bandera inglesa, del portugués Gaspar Corte-Real en 1500 y del
francés Jacques Cartier en 1534
a la isla
de Terranova y el descubrimiento de sus magníficos caladeros de bacalao común (Gadus
morhua) hizo confluir en sus costas los barcos españoles (vascos y
gallegos), portugueses, franceses e ingleses en busca de tan prolíficos
animales y difundir su consumo en sus países de origen.
Y ya fueran vascos, portugueses, bretones o
normandos los pescadores que hace más de cinco siglos se especializaran en la
captura de distintas variedades de bacalao, y aunque parece ser que en
1421 ya había una cincuentena de barcos que se dedicaban a la pesca en las
frías aguas del Atlántico Norte, la llegada en 1497 de Giovanni Caboto, bajo bandera inglesa, del portugués Gaspar Corte-Real en 1500 y del
francés Jacques Cartier en 1534
a la isla
de Terranova y el descubrimiento de sus magníficos caladeros de bacalao común (Gadus
morhua) hizo confluir en sus costas los barcos españoles (vascos y
gallegos), portugueses, franceses e ingleses en busca de tan prolíficos
animales y difundir su consumo en los países de origen.
Como los navegantes españoles no disponían de bases
en Terranova para descargar sus pescados con el fin de secarlos extendidos en
la playa como hacían los aborígenes para prolongar su duración, y puesto que
sus campañas en alta mar duraban varios meses, procedieron a retirar de modo artesanal las cabezas y vísceras de las piezas
recién extraídas de las profundas
y frías aguas del mar para a continuación abrirlas y lavarlas a mano y,
envueltas en sales puras, dejarlas curar en la bodega del barco, proceso que se
continúa aplicando a bordo de los modernos navíos para obtener las bacaladas de
excelente calidad que una vez rehidratadas al someterlas ya cortadas al
prescriptivo remojo de 24 ó 36 horas sumergido en agua fresca cambiada
cada 8 horas y escurridas, alcanzarán su delicada textura y extraordinario
sabor en cualquiera de las recetas que elaboremos tan agradecido pescado, ya
sea guisado o, tras haberlo calentado en agua fresca sobre fuego muy suave sin
que llegue a hervir hasta que suelte espuma, aderezado en apetitosas ensaladas
o jugosas tortillas y revueltos.
Entre las cerca de sesenta especies, muchas de
ellas comestibles, que se agrupan bajo el nombre de bacalao –que hay quien lo
asocia con la isla de Bocalieu, cercana a Terranova–, el más apreciado es el
“común” (Gadus morhua), voraz
depredador de arenques, anguilas y otros peces, que vive sobre todo en mares
fríos o templados del norte, a profundidades de entre 180 y 360
m , y emprende largas migraciones en el Atlántico, desde
el mar del Norte, las islas Feroe y Británicas y el Canal de la
Mancha hasta
Terranova y la península de Labrador; de tamaño moderado, aunque puede llegar a
pesar 90
kilos y a medir casi un par de metros, color gris
verdoso o castaño negruzco, con un dibujo veteado en la cabeza, el dorso y los
costados y tres aletas dorsales, dos anales, una cola no bifurcada y un pequeño
barbelo en la mandíbula inferior. Según su grado y técnica de curación se
distingue entre el blanco,
de procedencia nórdica, y el amarillo o dorado, apreciado por los pescadores
"guipuzcoanos", "vizcaínos", "otros súbditos de su
Majestad católica" y "otros pueblos de España", según se puede
leer en los tratados de 1713 firmados entre España e Inglaterra sobre los
acuerdos pesqueros en Terranova.
Pero también pertenecen a la familia de los Gálidos
el abadejo, que vive en aguas frías costeras a
ambos lados del Atlántico, cuya mandíbula inferior proyecta más allá de un
hocico afilado, con la parte dorsal de color oliva tirando a castaño, más claro
en los costados y vientre plateado, que adulto suele pesar de 3
a 4
kg aunque
hay ejemplares de 11
kilos ; el carbonero –o abadejo negro– y el eglefino, muy apreciado por los
japoneses, además de las diferentes variedades que se utilizan para elaborar la
pasta de pescado llamada surimi. Todas las variedades son muy prolíficas y en
invierno, cuando se reúnen para reproducirse, cada hembra pone varios millones
de huevos que en algunas especies contienen una gota de aceite que les permite
flotar a las crías durante su fase larvaria, cuando los diminutos pececitos de 2
cm se
hunden hasta el fondo, donde permanecen hasta su segundo año de edad, en que
inician su migración para, ya con cinco años, comenzar a procrear.
Salvo en las tiendas especializadas en la venta de
bacalao y en algunas escuelas de hotelería, es difícil encontrar la guillotina
especial para trocear las bacaladas en los diferentes cortes, una vez partidas
a lo largo por la mitad: colas, que al igual que los recortes del otro extremo
de la pieza y las migas se utiliza para agregar a pucheros de legumbres
y, sin piel ni espinas, para hacer croquetas, sopas o arroces; a continuación,
los trozos, para rebozar y freír; de los lomos, se sacan los trozos de morro,
la parte más gruesa, para soltar en láminas y hacer milhojas, y los
laterales, para guisar al pil-pil, además de las cocochas, que se hacen en
salsa verde, y la tripa o vejiga, que también se vende aparte bajo el nombre de
“callos”; las huevas, envasadas en conserva al igual que y el hígado (que
podemos encontrar en nuestros mercados troceados o enteros enlatados) o bien el
aceite extraído de éste embotellado, excelente reconstituyente que se adquiere
en farmacia o se utiliza en la industria cosmética.
No es de extrañar que en función de su antigua
abundancia -la situación ha cambiado en la actualidad- se conozcan tal
diversidad de recetas tradicionales elaboradas con bacalao: sólo en España, se
cocina con aceite de oliva, cebollitas, pimiento verde y rojo y perejil o
con leche, mantequilla, perejil y zumo de limón, con patatas y coliflor y en
empanada con espinacas y pasas, en Galicia; con miel, en Asturias; con patatas
y arroz, en Cantabria; en sopas (pourrusalsa y zurrukutuna), al pil-pil (emulsionado
con aceite y ajo), a la vizcaína (con una salsa de tocino, cebolla, pimientos
choriceros y galleta molida), al Club Ranero (combinando las dos recetas
anteriores), a la bilbaína (en manteca con cebolla, guindilla, jamón y
yema de huevo duro), a la donostiarra, en tortilla (con perejil), en Euskadi;
en salsa verde, al ajoarriero, al chilindrón, con manzanas o con leche y los
pimientos del piquillo de Lodosa, son platos navarros; con cebolla,
pimiento y tomate, a la riojana; buñuelos, con patatas, con arroz o con
ajo frito, vinagre y pimentón, o con cardo, en Aragón; en Castilla-León, a la
bejarana, a la segoviana, a la soriana, a la tranca, a la zamorana, al estilo
de Béjar, en potaje con garbanzos, encebollado...; en potajes de repollo
con chorizo o de garbanzos con espinacas o de arroz o de patatas, pero también
con huevos fritos y tomate cocido, en Córdoba; a la madrileña, guisado en salsa
blanca o de azafrán; el zarangollo murciano, con las hortalizas pochadas de sus
huertas; el suculento atascaburras de Cuenca y Albacete, el esgarrat
valenciano, el giraboix alicantino, el empedrat catalán y levantino, el moje extremeño, o como aderezo de
migas, de pistos, de salmorejos y de gazpachos, rellenando hortalizas para
asarlas al horno, marinado en aceite de oliva virgen extra con ajo picado y
guindilla.....
Hay muchas más recetas en la culinaria
española donde la intervención del bacalao resulta insustituible, y esto sin
pasar revista a las cocinas catalanas y baleares –donde por lo habitual de su
consumo desde antiguo se continúa pudiendo adquirir ya desalado, ingrediente
principal de ensaladas como el mediterráneo poti-poti, eficaz antídoto contra
los sopores veraniegos– ni del archipiélago canario, además del amplio repertorio
portugués y de otros países: brandada, al
estilo de Bayona, a la borgoñesa, a la escocesa, a la japonesa, a la leonesa, a
la lyonesa, a la provenzal, a la noruega, a la rusa, a la escocesa, a la
irlandesa, sopa romana, risottos....,, cuyas
recetas os resultará fácil localizar en distintos blogs de otros autores,
aparte de las que diariamente iré incluyendo hasta finalizar este mes en mi
otra bitácora: laguisanderailustrada.blogspot.com.
Así que no es de extrañar que en la
novela La mar es mala mujer,
de Raúl Guerra Garrido, cuyo protagonista es el mejor patrón de pesca de
bacalao del puerto de Pasajes de San Pedro, el cocinero del flamante buque
bacaladero se comprometa a ofrecer a la tripulación un plato diferente a base
de este pescado durante todos los días que dure la larga campaña y cumpla con
creces tal empeño. Y eso que se publicó en 1987, cuando los nuevos e ingeniosos
artífices de los fogones todavía no habían centrado su merecido interés en el
bacalao –salvo en los fogones
vascos y, si acaso, catalanes–, cuando parece haber recobrado su sentido
originario la popular y antigua perífrasis “el que corta el bacalao” para
designar de modo coloquial a quien detenta el poder.
¡A disfrutar de ello!