Disponibles durante casi todo el año
en las fruterías muy especializadas –por la evolución de los transportes–
y en otros establecimientos –merced a los sistemas de conservación–, seguimos
asociando, como nuestros antepasados de hace miles de años, el despertar de la
naturaleza tras su letargo invernal con la aparición en las laderas de las
montañas y en los bancales de huertos y jardines de las fragantes fresas,
sabroso y eficaz regalo de
la naturaleza para disipar la astenia primaveral y estimular nuestro paladar
para gozar con el resto de frutas y hortalizas, así como pescados y mariscos y
otras viandas de temporada, que, hasta bien entrado el otoño, irán engalanando
nuestras mesas.
A medida que se van derritiendo las nieves de las
cordilleras, los rojos frutos silvestres –más sabrosos y aromáticos que los cultivados– de esta planta de la familia de las
rosáceas tapizan el suelo de las laderas montañosas pobladas de bosques de
pinos, hayas, robles y encinas de las zonas frías del
hemisferio boreal, y si bien algunos investigadores consideran que las fresas
son originarias de los Alpes europeos –muy apreciadas en los banquetes romanos
y citadas por Virgilio en las Geórgicas y por Ovidio, eran desconocidas para
griegos y árabes–, parece ser que también Norteamérica disponía de variedades
autóctonas, origen de nuestros populares fresones, que por su mayor tamaño y
resistencia se han adaptado mejor a ser cultivadas.