miércoles, 25 de noviembre de 2015

A cada cerdo le llega su Sanmartín

Hasta hace décadas, antes de que las ordenanzas municipales prohibieran en la mayoría de nuestras comunidades autónomas, albergar animales de granja en el casco urbano de las poblaciones, era habitual que las familias criaran en sendas cochiqueras aledañas a sus casas al menos un cerdo cuyas carnes habrían de abastecer durante todo el año la despensa familiar en el mundo rural.
También era habitual que toda la familia, acompañada por parientes, vecinos y amigos, participara en la fiesta que en torno al sacrificio del o de los cochinos, ya se realizara en el mismo hogar o en el matadero municipal, por el matarife de la región, aficionado o profesional, quien no daba abasto a realizar la tarea de matar, sangrar,  abrir y eviscerar cada animal, entre el 11 de noviembre –festividad de san Martín de Tours– y el 12 de enero –cuando se venera a san Martín de León–, de un modo escalonado, adaptado a la variada climatología y orografía de la Península y de los archipiélagos que conforman el Estado –como hemos visto este año, cuando en el último decanato de este noviembre han coincidido los bañistas en las costas del sureste con las nieblas cerradas en las cuencas de los ríos que atraviesan el interior.
Y fue por estas fechas, hace ya varias décadas, cuando en una incursión que realicé con unos amigos hacia Galicia con el fin de alquilar una casa para disfrutar el siguiente verano, una mañana me despertaron los chillidos de un cerdo al que iban a sacrificar en la casa orensana donde dormíamos, lo que me permitió asistir a todo el proceso inicial de mi primera matanza, ya que –según me contaron los paisanos– cada uno de estos festejos duraba tres días,  a diferencia de otros festejos de esa índole enfocados al turismo a los que he acudido posteriormente.
Cuando bajé al patio, ya estaba el porco sobre una gran mesa de madera vertiendo su sangre en un gran barreño, en el que removían enérgicamente con grandes cucharones cuatro mujeres el humeante líquido, mientras los fornidos varones seguían sujetando al animal, que era hembra, criada en cochiquera, de piel rosada  y mucho más robusta que la de la foto.
                                                                

Por aquel entonces una urbanita como yo ya había echado vivos a una cazuela con agua hirviente cangrejos de río y algún que otro buey de mar así como una centolla que mi padre había llevado a casa y con la que había estado jugando mi hermano –quien no la pudo probar cuando mi madre la sacó ya cocida a la mesa navideña–, y, a diferencia de uno de mis compañeros de viaje cuyo rostro palideció ante el espectáculo, me sentí fascinada con la alegría de aquella familia que rápidamente encargaron a un mozalbete llevar al veterinario en una cesta cubierta con una impoluta servilleta determinados trozos del puerco para su análisis, tras haberle chamuscado la piel “acariciándola” con ramas de helechos secos y escobas encendidas y, una vez abierto en canal, vaciarlo de todas las entrañas.
En ese momento, tuvimos que continuar nuestro viaje, dejando al paisanaje atareado –las mujeres, elaborando la mezcla de las  morcillas, con  la sangre filtrada, azúcar, pasas, miga de pan y especias, y el almuerzo para el matachín y el resto de asistentes, y los hombres, lavando bien el “gocho” antes de escaldar su piel y colgar el animal, para que permaneciera una noche al sereno, para realizar durante un par de días el posterior despiece y la preparación de las distintas elaboraciones con que prolongar la disponibilidad de carne durante todo el año, según me contaron–, tras haber desayunado unas filloas de sangre con piñones, un tazón de café con leche y una copita de aguardiente (aún no estaba en vigor la campaña de “Si bebes, no conduzcas”, aconsejada por un cantante ciego).
Mucho ha variado la consideración sobre estos animales, cuyos ancestros fueran domesticados hace más de 7.000 años en China, cuya carne no sólo ha solventado la aportación de proteínas en los pucheros durante milenios en todas los pueblos en que su cría se ha ido introduciendo a lo largo de los siglos, sino que también el mantenimiento de un segundo ejemplar ha asegurado un recurso crematístico doméstico durante generaciones para afrontar cualquier imprevisto accidental o incidental –como inclemencia climatológica, enfermedad, operación clínica, boda acelerada o muerte de algún integrante familiar–, con su comercialización o trueque, que originara la forma originaria de las populares alcancías.
                                                             

Cerdo, chancho, chon, cochino, cuto, gocho, gorrino, guarro, marrano, puerco…–además de los adjudicados a las crías en distintas zonas, durante su lactancia–,  pocos son los animales domésticos que cuentan en nuestra lengua con tantos apelativos como estos mamíferos, pertenecientes, según la nomenclatura de Linneo, al género Sus scofra, aunque hay quien adjudica tal nombre para el jabalí y opta por agrupar bajo el epíteto domesticus los subgéneros adaptados a su distribución geográfica: Scofra (tronco céltico), Mediterraneus (tronco originario del Cristatus, desarrollado en India y Asia menor, y el Ibericus) y Vitatus (tronco asiático, del que se deriva el  Ussuricus, del norte asiático y Japón).

Este tipo de animales era imprescindible en las economías domésticas hasta un pasado reciente, tanto en el medio rural –como principal fuente de proteínas durante todo el año, ya fuera en fresco como en salazón, curado al humo o con pimentón y otras especies como urbano –por toda la rica y variada chacinería, sin olvidar sus apreciadas entrañas y cortes nobles. 
Sobre el despiece de los cerdos, sus variedades más extendidas y algunas de las autóctonas cada vez más valoradas en vías de recuperación , la variada chacinería elaborada con sus carnes y el aprovechamiento total tradicional del cuerpo de estos animalitos que hay quien los tiene como animal de compañía, próximamente en esta bitacora.
¡Salud y buenos alimentos!