miércoles, 11 de noviembre de 2015

LOS TESOROS DE LA HUERTA: Calabazas contra la astenia otoñal

Las calabazas han sido útiles al hombre desde la noche de los tiempos, ya que, además de emplearse las plantas como forraje de ganado, con la cáscara vaciada de las variedades comestibles modelo de recipientes cerámicos neolíticos ha elaborado cantimploras, vasos, cuencos y fuentes, o bien, secada en tiras, pequeñas alfombras, como los nativos centroamericanos; de las pipas –excelentes regeneradores celulares y eficaces antiparasitarios intestinales, ricas en ácidos linoleicos y linolénicos y retinol, además de vitaminas E y K, fósforo, magnesio, hierro, cinc y aminoácidos esenciales como la arginina, que en la Europa meridional se comen secas y tostadas, obtienen en la oriental un aromático aceite para aderezar ensaladas y una horchata depurativa de riñones y aparato urinario, mientras que la infusión de sus hojas es un suave tónico, y las flores, rellenas o rebozadas y fritas, son un apetitoso diurético.
                                              
                                         
Originarias del Asia Meridional y cuyas virtudes curativas ya aparecen reflejadas en antiguos textos de medicina china y en la Biblia, cuando desembarcaron los españoles también las encontraron en las mesas precolombinas cuando llegaron al Nuevo Mundo, y, entre otros mitos y cosmogonías de los pueblos americanos originarios, los indígenas de la isla de Santo Domingo atribuían  la formación de los mares a la rotura de una gran calabaza de la que surgieron los océanos y los peces, según relata Pedro Mártir de Anglería, en el Sumario de las Indias Occidentales que enviara a Isabel la Católica:
“Cuéntase que existió en otro tiempo un hombre poderosísimo llamado Yaya, cuyo único hijo se mu­rió. Quiso su padre sepultarle, pero no sabía dónde. Colocóle, pues, en una enorme calabaza que llevó al pie de la montaña, no lejos del lugar donde habitaba él. Impulsado por el amor a su hijo, tuvo la curiosidad de volver a ver a su bien amado, y habiendo abierto la calabaza, salie­ron de ella ballenas y otros grandísimos peces. Asustado Yaya, se volvió a su casa y contó a sus vecinos lo que le había sucedido, añadien­do que la calabaza estaba llena de agua y de una cantidad inmensa de peces: cuatro hermanos nacidos de un mismo alumbramiento se dirigie­ron al punto al sitio indicado, atraídos por las ganas de comer pescados; súpolo Yaya y fue a sorprenderlos; los cuatro hermanos que, esperando, habían levantado la calabaza para llevársela, asustados por la llegada de Yaya, la dejaron caer; de las fisuras salió tal cantidad de agua que toda la tierra quedó inundada: así se formó la mar.”
Las calabazas, redondas o achatadas, de invierno o de verano,  y sujetas a la trepadora calabacera por un robusto tallo profundamente acanalado, con piel lisa o rugosa de color amarillo pálido o intenso, rojizo, anaranjado o verdoso que albergan una pulpa dura y fibrosa, muy rica en agua  y de sabor ligeramente dulce que contiene en su oquedad central numerosas semillas aplanadas.
Apreciadas en la Grecia clásica, como símbolo de la fecundidad, de la reproducción, de la prosperidad y de la lozanía –en Sicione veneraban a una Minerva calabaceal–, las calabazas aparecen asociadas desde antiguo en distintas culturas con la regeneración y la inmortalidad: los hinduistas celebran una fiesta en honor a Siva los tres últimos días del año con una profusa ornamentación de sus flores, que recogen celosamente tras el festejo; son tres los frutos plasmados en la entrada de algunos templos orientales, cuyos acólitos consumen calabazas en el equinoccio de primavera, al iniciarse el año solar; según Frazer, el pueblo de los thai, de Siam, creía que la humanidad sobrevivió a una gran inundación merced a una pareja de jóvenes que navegó en una gran calabaza; se han hallado en los ajuares funerarios de las antiguas tumbas de Würtember, (Alemania), para facilitar el tránsito del difunto al otro mundo –no hay que olvidar que es una calabaza transformada en carroza la que lleva a Cenicienta desde las cocinas de su casa hasta el palacio real en el popular cuento.
                     

Hay muchas variedades de calabazas, de tamaños diversos –que pueden ir desde el de una naranja hasta llegar a pesar 30 kilos–, y además de las boneteras que no sólo los estadounidenses han utilizado hace unos días  vaciadas para celebrar Halloween y que consumen cocida, gratinada, rellena y como guarnición del pavo de su Día de Acción de Gracias, de las del peregrino o del vinatero –con forma de botella estrangulada–, de las confiteras o cidras –con las que se realiza el dulce cabello de ángel–, de las de San Roque –con forma de pera y que cocidas o asadas, endulzadas o sazonadas con sal, pimienta, comino, pimentón  o azafrán resultan exquisitas– o de las comunes, más populares en nuestros mercados –con forma de gran calabacín, de corteza y pulpa anaranjada, ingrediente imprescindible de berzas (pucheros gaditanos) y cocidos andaluces, ollas de legumbres levantinas, potajes canarios, cremas y postres catalanes, alboronías y pistos castellanos y fritadas y chacinería extremeñas.
                                                   

Con mucha fibra y escasas calorías, la pulpa de calabaza –empleada eficazmente en cataplasmas durante siglos para curar quemaduras y abscesos y paliar las molestias ocasionadas por las varices– aporta a nuestro organismo potasio, cloro, calcio, azufre, sodio, magnesio, retinol y vitaminas B1, B2, B3 y C, y su consumo está especialmente indicado para disminuir la inflamación de la próstata, corregir el estreñimiento y la incontinencia urinaria de infantes y adultos, aumentar las defensas, estabilizar el sistema nervioso, mejorar la visión nocturna, combatir la astenia, el insomnio, la dispepsia y la disentería.
Además, facilita el aprovechamiento de los nutrientes de legumbres y tubérculos con los que se cocina y la digestión de platos de caza y asados de cerdo o de cordero y a los que acompaña cocida como guarnición, en puré, en crujiente, galleta o celosía.
Así, pues, disfrutemos con la amplia variedad de preparaciones, tanto dulces como saladas, a realizar con calabazas, cuyo color en la mesa parece reflejar el color del vivificante sol.
¡Salud y buenos alimentos! 



lunes, 9 de noviembre de 2015

Quienes me conocen personalmente saben que, al margen de mis compromisos docentes y laborales, siempre me ha gustado desaparecer de cualquier ambiente durante largas temporadas, ya sea por cambiar de ciudad o incluso de barrio (cuando he residido en alguna urbe), y no siempre por motivos profesionales  o afectivos.  
                                           

Y no se me ocurrió vacunar este medio de comunicación a mi inquieto afán de emular a los ojos del Guadiana (ese río peninsular cuyo nacimiento emerge de improviso en distintos tramos), pero si bien dejé sin actividad mi primer intento por abrir este blog (al haber olvidado mi antigua contraseña), intentaré rectificar ese abandono, y nada mejor que hacer coincidir tal reaparición con el inicio del veranillo  de san Martín, tras las celebraciones de la última fiesta de las cosechas en el calendario celta –y tiempo del inicio de la matanza del cerdo doméstico en el medio rural hasta un pasado reciente en el hemisferio norte–, que en la cultura china se considera como la estación intermedia,  asociada al elemento Tierra en la teoría de los cinco elementos de su medicina tradicional.

                                              


Curiosamente, así como los druidas aconsejaban en sus tribus utilizar para los festejos de Samhain –precedente de la desacralizada fiestas de Halloween– ornamentos de color amarillo y naranja (además del verde, propio del muérdago, que se recolectaba en esas fechas), también en el otro extremo del continente euroasiático se recomendaba el empleo de esos colores para equilibrar el funcionamiento de los órganos encargados del metabolismo de los nutrientes ingeridos y su transformación en energía, con las despensas abastecidas de las cosechas de los campos (cereales y leguminosas) y de las huertas estivales (con frutas y verduras, cocidas con miel o azúcar, secadas, ahumadas o fermentadas), completada con  las vituallas de temporada obtenidas en los bosques  (frutillas rojas, frutos secos y la amplia variedad de hongos otoñales, silvestres o cultivados) y las viandas resultantes de la caza.
                                                  


Es tiempo de calabazas y cítricos y de cosechar los pistilos de las rosas del azafrán –cuyo color tiñe la vestimenta de los santones hindúes y de los mojes budistas así como de  las musas griegas– así como de raíces y tubérculos y de berzas –resistentes a las frías temperaturas que se avecinan– y de cosechar olivas, nueces y almendras, que nos proporcionan la energía y el placer necesarios para avanzar en el tiempo, cuyos orígenes, leyendas, propiedades y versatilidad, me proporcionarán sustancioso material para esta nueva etapa.


Y, recuperando las buenas formas, ¡salud y buenos alimentos!