Las calabazas han sido útiles al hombre desde la noche
de los tiempos, ya que, además de emplearse las plantas como forraje de ganado,
con la cáscara vaciada de las variedades comestibles –modelo de
recipientes cerámicos neolíticos– ha elaborado cantimploras, vasos, cuencos y fuentes,
o bien, secada en tiras, pequeñas alfombras, como los nativos centroamericanos;
de las pipas –excelentes regeneradores celulares y eficaces antiparasitarios
intestinales, ricas en ácidos linoleicos y linolénicos y retinol, además de vitaminas
E y K, fósforo, magnesio, hierro, cinc y aminoácidos esenciales como la
arginina–, que en la Europa
meridional se comen secas y tostadas, obtienen en la oriental un aromático
aceite para aderezar ensaladas y una horchata depurativa de riñones y aparato
urinario, mientras que la infusión de sus hojas es un suave tónico, y las
flores, rellenas o rebozadas y fritas, son un apetitoso diurético.
Originarias del Asia Meridional y cuyas virtudes
curativas ya aparecen reflejadas en antiguos textos de medicina china y en la
Biblia, cuando desembarcaron los españoles también las encontraron en las mesas
precolombinas cuando llegaron al Nuevo Mundo, y, entre otros mitos y cosmogonías de los pueblos americanos originarios,
los indígenas de la isla de Santo Domingo atribuían la formación de los mares a la rotura de una
gran calabaza de la que surgieron los océanos y los peces, según relata Pedro
Mártir de Anglería, en el Sumario de las Indias Occidentales que enviara
a Isabel la Católica:
“Cuéntase que existió en otro tiempo un hombre
poderosísimo llamado Yaya, cuyo único hijo se murió. Quiso su padre
sepultarle, pero no sabía dónde. Colocóle, pues, en una enorme calabaza que
llevó al pie de la montaña, no lejos del lugar donde habitaba él. Impulsado por
el amor a su hijo, tuvo la curiosidad de volver a ver a su bien amado, y
habiendo abierto la calabaza, salieron de ella ballenas y otros grandísimos
peces. Asustado Yaya, se volvió a su casa y contó a sus vecinos lo que le había
sucedido, añadiendo que la calabaza estaba llena de agua y de una cantidad
inmensa de peces: cuatro hermanos nacidos de un mismo alumbramiento se dirigieron
al punto al sitio indicado, atraídos por las ganas de comer pescados; súpolo
Yaya y fue a sorprenderlos; los cuatro hermanos que, esperando, habían
levantado la calabaza para llevársela, asustados por la llegada de Yaya, la
dejaron caer; de las fisuras salió tal cantidad de agua que toda la tierra
quedó inundada: así se formó la mar.”
Las calabazas, redondas o achatadas, de invierno o de
verano, y sujetas a la trepadora
calabacera por un robusto tallo profundamente acanalado, con piel lisa o rugosa
de color amarillo pálido o intenso, rojizo, anaranjado o verdoso que albergan
una pulpa dura y fibrosa, muy rica en agua
y de sabor ligeramente dulce que contiene en su oquedad central
numerosas semillas aplanadas.
Apreciadas en la Grecia clásica, como
símbolo de la fecundidad, de la reproducción, de la prosperidad y de la lozanía
–en Sicione veneraban a una Minerva calabaceal–, las calabazas aparecen
asociadas desde antiguo en distintas culturas con la regeneración y la
inmortalidad: los hinduistas celebran una fiesta en honor a Siva los tres
últimos días del año con una profusa ornamentación de sus flores, que recogen
celosamente tras el festejo; son tres los frutos plasmados en la entrada de
algunos templos orientales, cuyos acólitos consumen calabazas en el equinoccio
de primavera, al iniciarse el año solar; según Frazer, el pueblo de los thai,
de Siam, creía que la humanidad sobrevivió a una gran inundación merced a una
pareja de jóvenes que navegó en una gran calabaza; se han hallado en los
ajuares funerarios de las antiguas tumbas de Würtember, (Alemania), para
facilitar el tránsito del difunto al otro mundo –no hay que olvidar que es una
calabaza transformada en carroza la que lleva a Cenicienta desde las cocinas de
su casa hasta el palacio real en el popular cuento.
Hay muchas variedades de calabazas, de tamaños diversos
–que pueden ir desde el de una naranja hasta llegar a pesar 30 kilos–, y además de las boneteras –que no sólo los estadounidenses han utilizado hace
unos días vaciadas para celebrar
Halloween y que consumen cocida, gratinada, rellena y como guarnición del pavo
de su Día de Acción de Gracias–, de las del
peregrino o del vinatero –con forma de botella estrangulada–, de las confiteras
o cidras –con las que se realiza el dulce cabello de ángel–, de las de
San Roque –con forma de pera y que cocidas o asadas, endulzadas o sazonadas
con sal, pimienta, comino, pimentón o
azafrán resultan exquisitas– o de las comunes, más populares en nuestros
mercados –con forma de gran calabacín, de corteza y pulpa anaranjada,
ingrediente imprescindible de berzas (pucheros gaditanos) y cocidos andaluces,
ollas de legumbres levantinas, potajes canarios, cremas y postres catalanes,
alboronías y pistos castellanos y fritadas y chacinería extremeñas.
Con
mucha fibra y escasas calorías, la pulpa de calabaza –empleada eficazmente en
cataplasmas durante siglos para curar quemaduras y abscesos y paliar las
molestias ocasionadas por las varices– aporta a nuestro organismo potasio,
cloro, calcio, azufre, sodio, magnesio, retinol y vitaminas B1, B2,
B3 y C, y su consumo está especialmente indicado para disminuir la
inflamación de la próstata, corregir el estreñimiento y la incontinencia
urinaria de infantes y adultos, aumentar las defensas, estabilizar el sistema
nervioso, mejorar la visión nocturna, combatir la astenia, el insomnio, la
dispepsia y la disentería.
Además,
facilita el aprovechamiento de los nutrientes de legumbres y tubérculos con los
que se cocina y la digestión de platos de caza y asados de cerdo o de cordero y
a los que acompaña cocida como guarnición, en puré, en crujiente, galleta o
celosía.
Así, pues, disfrutemos con la amplia variedad de preparaciones, tanto dulces como saladas, a realizar con calabazas, cuyo color en la mesa parece reflejar el color del vivificante sol.
¡Salud y buenos alimentos!