“Que tu alimento sea tu medicina y tu medicina sea
tu alimento”
Esta
frase de Hipócrates, el ilustre griego en cuyo honor los doctores en medicina
hacen su juramento, ha estado presente en el inconsciente colectivo de todos
los pueblos, por más lejanos que estuvieran de la Hélade e independientemente
de su nivel de analfabetismo, ya que observando el funcionamiento del organismo
humano y de otros animales ante la ingesta de determinados ingredientes
supieron conocer y trasladar a sus descendientes el importantísimo papel de una
buena alimentación en la salud, alegría y fecundidad de sus congéneres.
Ahora
sabemos, merced a los estudios que se realizan en los laboratorios, cómo
denominar los principios activos que participan en nuestro bienestar o nos
provocan molestias, pero nuestros antepasados, por la vía de experimentar y
observar, ya conocían hace siglos los efectos de los productos de la naturaleza
y, en refranes, parábolas y cuentos infantiles, dejaron su saber para que las
siguientes generaciones prosperaran aunque no supieran leer ni
escribir.
Y
no hay que olvidar que los inicios de la farmacopea –y su pizpireta hermana
menor, la cosmética– surgieron del estudio de las plantas e incluso en la actualidad raro es
el día en que no salta a los medios de comunicación los supuestos recién
descubiertos beneficios que un alimento nos aporta, tanto por vía interna como externa.
Consciente
de la importancia de la brevedad en los post como valor añadido en este medio
y dado lo poco aficionada que soy a la
fotografía, a partir de este año prefiero incluir por separado las virtudes y
efectos de las viandas y condimentos que conforman nuestra dieta bajo el
epígrafe “APOTECA” –este sonoro término sinónimo de “botica” o “almacén” o “droguería”, derivado del griego– a partir
de este año.