Ahora que los rayos del bondadoso Sol han secado la superficie de las
huertas y campos no sólo de la Mejana de Tudela sino de toda la Ribera del Ebro
tanto navarra como riojana, los agricultores han comenzado a recolectar el
espárrago blanco, fieles a ese popular dicho que, como ocurre con otras hortalizas
primaverales, reza: “Los de abril, para mí; los de mayo, para el amo, y los de
junio para ninguno”.
Con las primeras luces del alba, para evitar que los rayos de sol lleguen
a acariciar las escamosas puntas de los delicados turiones de las esparragueras (ya que tornarían su blanco color hacia el violáceo), ya están los agricultores
en los campos, revisando minuciosamente cada bancal de tierra arenosa bien
abonada, en que están enterradas las cepas para desenterrar, uno a uno y a
mano, con la ayuda de un pequeño cuchillo corvo, los estimados tallos allí
donde una inapreciable elevación del terreno delata su presencia, ardua tarea
que desempeñaran todos los días hasta primeras horas de la mañana, para llevar
la cosecha del “oro blanco de nuestras mesas” a las numerosas fábricas
conserveras de la zona –en donde, tras su clasificación y lavado, hábiles manos
femeninas procederán al cuidadoso pelado y calibrado de los espárragos antes de
escaldarlos y rápidamente enfriarlos para ser envasados–, a los distribuidores de
frutas y verduras –que se encargaran de abastecer restaurantes y mercados– y a
sus hogares –primaveral ingrediente de numerosos platos de la cocina popular de
la zona: asados en brasa, para retirar la piel chamuscada; salteados en sartén,
humedecidos en aceite de oliva y sazonados con sal gorda; cocidos y escurridos,
aderezados ya tibios con mahonesa o vinagreta sencilla o enriquecida con
picadillo de huevo duro, hierbas (perejil, cebollino o hinojo) y/o encurtidos
(pepinillos o alcaparras), o estofados con huevos, en cazuela de barro con un
poco de su caldo; fritos en manteca de
cerdo o en aceite, aromatizados con vinagre y, ya fuera del calor, con un
majado de pimienta, comino y ajo (según el manuscrito de Antonio Salsete, el
Cocinero Religioso, entre los siglos XVII-XVIII), o como ilustre ingrediente de otros platos
(menestras, panachés y macedonias) y guisos de carne (calderetes de cordero o
de conejo) o de pescado.
Con un escaso aporte calórico, poco sodio y mucha fibra (que facilita el
tránsito intestinal y previene parte de las patologías de colon), los tiernos
espárragos aportan a nuestro organismo potasio (regulador del ritmo cardíaco y
las contracciones musculares y nerviosas), magnesio (necesario para la
integridad celular y la estructura de los ácidos nucleicos), yodo (controlador
el metabolismo basal), selenio (eficaz antioxidante celular), fósforo (determinante
del buen funcionamiento cerebral, de la estructura ósea y de la producción de energía), calcio (por
lo que su consumo está especialmente recomendado a infantes, púberes, gestantes
y ancianos), hierro (antianémico por excelencia), azufre (que facilita la
eliminación de toxinas y la respiración celular) y zinc (imprescindible en el
metabolismo energético), además de retinol (provitamina A, desintoxicante,
antiinfecciosa y responsable del buen estado de la vista y de la piel–,
vitaminas C (estimuladora del sistema inmunológico), E (asociada con la
regeneración y juventud celular) y de la familia B: ácido fólico (esencial en
la composición de la sangre y el buen estado genital), nicotidamina (que
facilita la respiración celular y contrarresta los trastornos circulatorios),
tiamina (eficaz contra la avitaminosis y el alcoholismo y analgésico
neurológico y reumático) y riboflavina (contra la fatiga muscular).
Originarias de Asia Menor –probablemente de las cuencas del Tigris y del
Eúfrates–, las esparragueras silvestres siguen creciendo espontáneamente en los
suelos arenosos del continente euroasiático, si bien hace más de 6.000 años ya
eran cultivadas, como alimento exquisito, en Egipto –según aparece representado
en jeroglíficos y bajorrelieves de los sepulcros faraónicos–, cuya técnica y el
conocimiento de sus virtudes pasarían a la antigua Grecia –donde ofrecían
manojos de espárragos a sus dioses, para propiciar la regeneración de la
naturaleza, y las personificaron en Faón, famoso por sus proezas amatorias que
fue metamorfoseado en esparraguera– y, desde las colonias helenas del sur de
Italia, a Roma, bajo cuyo imperio, con las legiones que por el río Ebro
avanzaron hacia el interior y el norte de nuestra península, se introdujo
en los territorios que abarcan la zona
cuya denominación nos interesa el cultivo –si bien por aquel entonces, en fosas, según
nos cuenta Catón, en el siglo II antes de nuestra era,
para protegerlos de la luz y así evitar la síntesis de clorofila– de los
maravillosos espárragos blancos, con tallos rectos, suaves y firmes, de
extremos claros y frescos, puntas cerradas y consistentes, sin alteraciones de
color ni acorchamientos, que los agricultores navarros han seguido cosechando
hasta nuestros días.
Ni siquiera durante la fuerte presencia árabe durante la Edad Media en las
huertas de la Ribera navarra se dejaron de producir estos tesoros, ya que los
sabios médicos agarenos –a pesar de no gozar este manjar de su aprecio, por el
intenso olor que presta al sudor y la orina de quienes los consumen– y hebreos
conocían sus benéficos efectos tanto de las raíces y semillas –con cuyos
cocimientos remediaban la ictericia y la ciática y, hervidas en vino y
machacadas, utilizaban en cataplasmas para aplacar el dolor de los miembros
desencajados– como de los turiones o espárragos –de acción refrescante, que son
un suave sedante cardiaco y excelente depurativo, desintoxicante, laxante y
diurético–, cuya ingesta recomendaban para estimular el hígado y el bazo,
disipar la melancolía, fluidificar la sangre, combatir el estreñimiento y
aumentar la secreción de orina; y aunque hoy se sabe que puede irritar vejiga y
riñones delicados y que no conviene a quienes sufren enfermedades inflamatorias
-como gota, cistitis o reuma–, también conocemos que es eficaz para combatir la
hipertensión y la arterioesclerosis y muy recomendable para quienes padecen
diabetes y anomalías cardiovasculares así con en las dietas de adelgazamiento y
para preparar nuestro organismo, venciendo la astenia primaveral, antes de
soportar los estragos del sol estival y los desmanes alimentarios que durante
las vacaciones cometemos.
Dúctiles a distintas técnicas culinarias y presentes en numerosas
guarniciones con nombre propio de la cocina francesa –Catalina de Médicis los
introdujo en la corte gala, para el gran disfrute de sus descendientes Enrique
III y Luis XIV de Francia y el primer Borbón de la corona española, Felipe V,
quien ordenó el cultivo en Aranjuez de los populares “pericos”– y rusa, el
característico sabor y la delicadeza de los primaverales espárragos blancos
D.O. de Navarra –que ahora están disponibles envasados en el mercado durante todo el año–
también provocan el ingenio de las grandes figuras de la restauración actual,
que elaboran curiosos platos –con diversos mezclas y distintas técnicas:
sorbetes, gelatinas, galletas, pasteles, tallarines, raviolis– que no siempre
respetan la peculiar naturaleza de tan excelso producto, aberración nada
novedosa, como es fácil comprobar en la receta de espárragos rellenos que
incluyo, a título de curiosidad, junto a la de un arroz cremoso, sabrosísimo
primer plato o excelente guarnición
para magret de pato, foie-gras de
oca, pescados a la sal o al vapor...
Incluso crudos, recién extraídos de la tierra, cepillados y pelados, y con
un hilillo de uno de los aceites de
oliva virgen extra obtenidos en el Territorio Foral, como se han degustado en
Andosilla (Navarra) el último fin de semana, o en granizado, como el postre con
que finalizamos el menú dedicado a esta hortaliza en los eventos mensuales hace
unos años en el desaparecido La Cuchara de Tabo.
¡Deleitense con ellos!