miércoles, 17 de abril de 2013

LOS TESOROS DE LA HUERTA: Espárragos de Navarra, oro blanco de la Ribera del Ebro


Ahora que los rayos del bondadoso Sol han secado la superficie de las huertas y campos no sólo de la Mejana de Tudela sino de toda la Ribera del Ebro tanto navarra como riojana, los agricultores han comenzado a recolectar el espárrago blanco, fieles a ese popular dicho que, como ocurre con otras hortalizas primaverales, reza: “Los de abril, para mí; los de mayo, para el amo, y los de junio para ninguno”.

Con las primeras luces del alba, para evitar que los rayos de sol lleguen a acariciar las escamosas puntas de los delicados turiones de las esparragueras (ya que tornarían su blanco color hacia el violáceo), ya están los agricultores en los campos, revisando minuciosamente cada bancal de tierra arenosa bien abonada, en que están enterradas las cepas para desenterrar, uno a uno y a mano, con la ayuda de un pequeño cuchillo corvo, los estimados tallos allí donde una inapreciable elevación del terreno delata su presencia, ardua tarea que desempeñaran todos los días hasta primeras horas de la mañana, para llevar la cosecha del “oro blanco de nuestras mesas” a las numerosas fábricas conserveras de la zona –en donde, tras su clasificación y lavado, hábiles manos femeninas procederán al cuidadoso pelado y calibrado de los espárragos antes de escaldarlos y rápidamente enfriarlos para ser envasados–, a los distribuidores de frutas y verduras –que se encargaran de abastecer restaurantes y mercados– y a sus hogares –primaveral ingrediente de numerosos platos de la cocina popular de la zona: asados en brasa, para retirar la piel chamuscada; salteados en sartén, humedecidos en aceite de oliva y sazonados con sal gorda; cocidos y escurridos, aderezados ya tibios con mahonesa o vinagreta sencilla o enriquecida con picadillo de huevo duro, hierbas (perejil, cebollino o hinojo) y/o encurtidos (pepinillos o alcaparras), o estofados con huevos, en cazuela de barro con un poco de su caldo;  fritos en manteca de cerdo o en aceite, aromatizados con vinagre y, ya fuera del calor, con un majado de pimienta, comino y ajo (según el manuscrito de Antonio Salsete, el Cocinero Religioso, entre los siglos XVII-XVIII), o como ilustre ingrediente de otros platos (menestras, panachés y macedonias) y guisos de carne (calderetes de cordero o de conejo) o de pescado.

Con un escaso aporte calórico, poco sodio y mucha fibra (que facilita el tránsito intestinal y previene parte de las patologías de colon), los tiernos espárragos aportan a nuestro organismo potasio (regulador del ritmo cardíaco y las contracciones musculares y nerviosas), magnesio (necesario para la integridad celular y la estructura de los ácidos nucleicos), yodo (controlador el metabolismo basal), selenio (eficaz antioxidante celular), fósforo (determinante del buen funcionamiento cerebral, de la estructura ósea  y de la producción de energía), calcio (por lo que su consumo está especialmente recomendado a infantes, púberes, gestantes y ancianos), hierro (antianémico por excelencia), azufre (que facilita la eliminación de toxinas y la respiración celular) y zinc (imprescindible en el metabolismo energético), además de retinol (provitamina A, desintoxicante, antiinfecciosa y responsable del buen estado de la vista y de la piel–, vitaminas C (estimuladora del sistema inmunológico), E (asociada con la regeneración y juventud celular) y de la familia B: ácido fólico (esencial en la composición de la sangre y el buen estado genital), nicotidamina (que facilita la respiración celular y contrarresta los trastornos circulatorios), tiamina (eficaz contra la avitaminosis y el alcoholismo y analgésico neurológico y reumático) y riboflavina (contra la fatiga muscular).



Originarias de Asia Menor –probablemente de las cuencas del Tigris y del Eúfrates–, las esparragueras silvestres siguen creciendo espontáneamente en los suelos arenosos del continente euroasiático, si bien hace más de 6.000 años ya eran cultivadas, como alimento exquisito, en Egipto –según aparece representado en jeroglíficos y bajorrelieves de los sepulcros faraónicos–, cuya técnica y el conocimiento de sus virtudes pasarían a la antigua Grecia –donde ofrecían manojos de espárragos a sus dioses, para propiciar la regeneración de la naturaleza, y las personificaron en Faón, famoso por sus proezas amatorias que fue metamorfoseado en esparraguera– y, desde las colonias helenas del sur de Italia, a Roma, bajo cuyo imperio, con las legiones que por el río Ebro avanzaron hacia el interior y el norte de nuestra península, se introdujo en  los territorios que abarcan la zona cuya denominación nos interesa el cultivo –si bien por aquel entonces, en fosas, según nos cuenta Catón, en el siglo II antes de nuestra era, para protegerlos de la luz y así evitar la síntesis de clorofila– de los maravillosos espárragos blancos, con tallos rectos, suaves y firmes, de extremos claros y frescos, puntas cerradas y consistentes, sin alteraciones de color ni acorchamientos, que los agricultores navarros han seguido cosechando hasta nuestros días.

Ni siquiera durante la fuerte presencia árabe durante la Edad Media en las huertas de la Ribera navarra se dejaron de producir estos tesoros, ya que los sabios médicos agarenos –a pesar de no gozar este manjar de su aprecio, por el intenso olor que presta al sudor y la orina de quienes los consumen– y hebreos conocían sus benéficos efectos tanto de las raíces y semillas –con cuyos cocimientos remediaban la ictericia y la ciática y, hervidas en vino y machacadas, utilizaban en cataplasmas para aplacar el dolor de los miembros desencajados– como de los turiones o espárragos –de acción refrescante, que son un suave sedante cardiaco y excelente de­purativo, desintoxicante, laxante y diurético–, cuya ingesta recomendaban para estimular el hígado y el bazo, disipar la melancolía, fluidificar la sangre, combatir el estreñimiento y aumentar la secreción de orina; y aunque hoy se sabe que puede irritar vejiga y riñones delicados y que no conviene a quienes sufren enfermedades inflamatorias -como gota, cistitis o reuma–, también conocemos que es eficaz para combatir la hipertensión y la arterioesclerosis y muy recomendable para quienes padecen diabetes y anomalías cardiovasculares así con en las dietas de adelgazamiento y para preparar nuestro organismo, venciendo la astenia primaveral, antes de soportar los estragos del sol estival y los desmanes alimentarios que durante las vacaciones  cometemos.

Dúctiles a distintas técnicas culinarias y presentes en numerosas guarniciones con nombre propio de la cocina francesa –Catalina de Médicis los introdujo en la corte gala, para el gran disfrute de sus descendientes Enrique III y Luis XIV de Francia y el primer Borbón de la corona española, Felipe V, quien ordenó el cultivo en Aranjuez de los populares “pericos”– y rusa, el característico sabor y la delicadeza de los primaverales espárragos blancos D.O. de Navarra –que ahora están disponibles envasados en el mercado durante todo el año– también provocan el ingenio de las grandes figuras de la restauración actual, que elaboran curiosos platos –con diversos mezclas y distintas técnicas: sorbetes, gelatinas, galletas, pasteles, tallarines, raviolis– que no siempre respetan la peculiar naturaleza de tan excelso producto, aberración nada novedosa, como es fácil comprobar en la receta de espárragos rellenos que incluyo, a título de curiosidad, junto a la de un arroz cremoso, sabrosísimo primer plato o excelente guarnición  para  magret de pato, foie-gras de oca, pescados a la sal o al vapor... 

Incluso crudos, recién extraídos de la tierra, cepillados y pelados, y con un hilillo de uno de los aceites  de oliva virgen extra obtenidos en el Territorio Foral, como se han degustado en Andosilla (Navarra) el último fin de semana, o en granizado, como el postre con que finalizamos el menú dedicado a esta hortaliza en los eventos mensuales hace unos años en el desaparecido La Cuchara de Tabo.

¡Deleitense con ellos!