jueves, 2 de enero de 2014

LOS TESOROS DE LA HUERTA: Achicoria, la amiga del hígado

Ahora que prácticamente están a punto de acabarse las comilonas navideñas y otras francachelas, es el momento de –al margen de los buenos propósitos formulados para ese año–, es el momento de mimar nuestro hígado con los productos que la madre naturaleza ha venido prodigando al ser humano desde la noche de los tiempos, como la achicoria, el cardo y la alcachofa.
Si bien sobre la última ya me explayé en primavera (pues la misma planta ofrece dos cosechas para atemperar  nuestro organismo, cuando lo necesita), hoy centraré mi atención en la hortaliza que tanto Hipócrates como Galeno consideraba “la amiga del hígado”: la achicoria, cuyas raíces y  hojas de las variedades silvestres ya eran utilizadas en decocción por los antiguos en los casos de insuficiencia hepática y de la vesícula biliar.


Ángel Muro, en su Diccionario de Cocina, también menciona las cualidades de sus hojas como refrigerante -muy eficaz contra las “fiebres tercianas”- y emoliente, tanto si se ingieren en crudo (aderezada con aceite de oliva, ajo, comino y sal y reposada 60 min, o mezcladas con apio, escarola, lechuga, berros y perifollo y sazonada con granos de granada y azúcar) o tras haberlas escaldado guisadas en blanco o a la crema (picadas y rehogadas en mantequilla antes de cocerlas en leche), al estilo comadre (salteadas en mantequilla o manteca y cocinadas en caldo ligado con harina y servidas con picatostes) o en su jugo (sometidas a una prolongada cocción en manojos, con delgadas lonchas de tocino, cebolla, zanahoria y trozos de carne de res, y aderezadas con hierbas aromáticas, sal, pimienta, clavo y nuez moscada), como guarnición de chuletas asadas, de jamón frito o de salchichas.
Así que no es de extrañar que se desarrollaran distintos métodos para conservarlas durante todo el año tras cosecharlas entre diciembre y febrero, encurtidas -como refleja Columela (siglo I), en el capítulo IX del décimo de sus Doce Libros de Agricultura- o en salmuera, según la receta que explica Ángel Muro en su Diccionario anteriormente mencionado: tras blanquearlas en agua hirviendo y pasarlas por agua helada, se disponen muy escurridas en una vasija por capas alternadas con sal gorda; a las 24 horas, se elimina el líquido que hayan soltado y se agrega una salmuera clara mezclada con aceite de oliva o con manteca, que al solidificarse  por la acción  del frío en la superficie del recipiente servirá de  eficaz aislante contra el ambiente exterior.
En el mismo artículo de la citada obra, Ángel Muro no omite mencionar las virtudes tónicas de las hojas de esta planta para fortalecer los órganos que intervienen en la digestión así como para deshacer las obstrucciones de las vísceras abdominales y, por su acción hepato-protectora, laxante y depurativa, para luchar contra las enfermedades de la piel, así como también hace referencia al jarabe de achicoria, cuya fórmula aparece en El Dioscórides renovado, y entre las distintas variedades de achicoria tanto silvestres como cultivadas que menciona,  alaba especialmente los valores terapéuticos de las en aquel tiempo se cosechaban en Tudela.



Posteriormente, en los años treinta del pasado siglo, el  médico naturópata y bacteriólogo Edward Bach, al elaborar un programa para lograr equilibrar las exigencias emocionales que la vida cotidiana origina en las personas –obra que desde hace un par de décadas vuelve a tomarse en consideración, ya sea por el agotador ritmo que imprimimos a nuestro quehacer o por una progresiva desconfianza cuando no temor o despecho hacia los ansiolíticos de la industria farmacéutica–, recomendó consumir pequeñas dosis del extracto de esta planta con sus flores a aquellas personas egoístas y posesivas, tendentes a manipular su entorno, hipocondríacas o angustiadas por vivir en soledad.



También resulta útil para el consumo humano la raíz de la achicoria, pues con esta parte de la planta, convenientemente troceada y tostada, se elabora una infusión que si hace años era considerada  como sucedáneo de café –lo que durante las últimas décadas ha originado su rechazo y olvido,  ahora  está comenzando a ser utilizada en sustitución de éste por sus propiedades sedantes, estimulantes del apetito, bactericidas,  hepatoprotectoras, hipotensoras y equilibradoras del ritmo cardíaco. Y para acentuar su acción diurética, depurativa, colerética y ligeramente laxante, basta con añadir  al realizar la infusión algunas hojas frescas de achicoria a la raíz tostada que se adquiere perfectamente envasada en herbolarios y tiendas de alimentación bien abastecidas.



Y a la vista de estos datos, ¿no se está usted preguntando dónde pueden estar los amplios campos dedicados al cultivo de tan eficaz hortaliza mientras duda sobre si se trata de la misma planta que se utilizaba como sucedáneo de café en tiempos de escasez o las amargas hierbas silvestres que se crían al borde de los caminos, en los ribazos y sitios incultos de tierra baja y de las montañas, así como en campos secos, de terrenos calizos y arcillosos? Y a la duda sobre dónde aprovisionarse de achicoria quizás se sume el desconcierto sobre el modo idóneo de condimentarla.
En la actualidad, merced a la actividad de las empresas conserveras navarras, se empieza a difundir la achicoria ya cocida en tarro de cristal (no desperdiciar el líquido del envase) para ser consumida como otras verduras de hoja: aderezada con aceite en crudo o en sofrito; en tortilla, en puré o como guarnición de tajadas de carne o de pescado o de legumbres cocidas.
Y si bien hasta hace pocos años sólo se podía consumir la achicoria cruda durante finales del otoño hasta el mes de febrero, pues su temporada coincide con los fríos, y es un perfecto acompañamiento de los suculentos pucheros de legumbres con chacinería de cerdo, los asados de res y de caza o los sustanciosos estofados invernales, si bien por iniciativa de la ITG Agrícola de Navarra ya se ha empezado a cultivar en invernaderos.
Aunque la crujiente achicoria ha perdido el protagonismo de que gozara en la dieta de nobles y plebeyos en tiempos pasados y ha quedado relegada a meras referencias en los cocinarios laicos y conventuales, como ha ocurrido con otras de nuestras hortalizas tradicionales cuyos cultivos se han visto progresivamente desplazados por el de otros vegetales procedentes de otras culturas culinarias que en los últimos años están cobrando notoria importancia en los medios de comunicación (revistas, libros y prensa audiovisual), llegando a crear en ocasiones cierto desconcierto en el consumidor, al popularizar con el nombre de nuestro genuino artículo tales productos, por pertenecer a la misma familia, la achicoria (Cichorium intybus) no ha dejado de ser cultivada con esmero por los hortelanos de la Ribera navarra para autoabastecerse de tan saludable planta.
Y esos esforzados trabajadores de la tierra continúan envolviendo cada mata cuando está enterrada para así mantener blancas las jugosas hojas internas del cogollo protegidas de la luz, más afines a las de la invernal escarola -de la misma familia- que a las del radicchio oriundo del norte de Italia -cuya forma se asemeja a las lechugas repolludas de color rojo con vetas blancas y que ha usurpado su nombre al ser también conocida como “achicoria de Tresviso”- o las de la variante catalana de tonalidades rosa-doradas, similares a las lechugas de hoja de roble.
Tal vez por asociarse durante décadas el consumo de achicoria con la época caracterizada por una economía de precariedad que siguió la contienda fratricida que asoló nuestros campos y con todo el instrumental de cocina disponible en cualquier hogar, ha llegado el momento de revalorizar la actualmente escasa achicoria e incluirla en ensaladas de caza, de ahumados o incluso de frutas e incorporarla infusionada o triturada a vinagretas, limonetas y otras salsas emulsionadas de aceite de oliva (virgen extra, por favor) con huevo o con un producto lácteo (yogur, queso cremoso o leche).
Y así como paulatinamente se ha logrado difundir la cultura del aceite de oliva en nuestro país, el mayor productor de tan apreciada grasa, promocionar las excelencias organolépticas y saludables de los jamones ibéricos fuera de nuestras fronteras o defender sin complejos nuestra amplia variedad de quesos, es preciso impulsar el aprecio por toda la amplia gama de hortalizas y frutas de excelente calidad que se producen en nuestros campos, fuente inestimable de salud y placer, y agradecer  los esfuerzos que  las gentes del agro emplean en sus cultivos no escatimando en el precio a la hora de adquirir esta clase de productos, ya sea en fresco o envasados.
De momento, para no prolongar excesivamente este post, dejaré la información más detallada sobre los beneficios que nos aporta esta hortaliza en “APOTECA: Achicoria” para quienes alberguen mayor interés.

Y con mis mejores deseos para este 2014 recién estrenado, sólo me queda recomendar: Salud y buenos alimentos.




domingo, 29 de diciembre de 2013

HISTORIAS EN SAZÓN: Sobre los ágapes navideños

Aunque actualmente es desde el 8 de diciembre cuando los locales de hostelería y sus proveedores empiezan a ver una inusual y deseada actividad en sus cuentas, anotando reservas y pedidos, es a partir del solsticio de invierno, cuando queda poco más de una semana para el cambio de año en el calendario gregoriano, cuando en gran parte de nuestro planeta –merced a la difusión del mensaje emitido durante el último siglo desde el mundo llamado occidental– parece desencadenarse cierto furor en la población por moverse de un sitio a otro, con fines comerciales, afectivos o turísticos, como para acentuar la sensación de festividad general, como muy bien saben las empresas de marketing y publicidad, que estrenan llamativas campañas para provocar el consumo.
Son fechas propicias para las reuniones con familiares y amigos o con compañeros de trabajo o de clase, como antes de la extensión del cristianismo por el resto de su imperio se hiciera en la antigua Roma  durante las Saturnalia, festejos para honrar al dios de la agricultura y las cosechas, y las Divales,  en honor de Angerona, la oscura etrusca protectora de la naturaleza, festejos heredados a su vez de ancestrales ritos surgidos en los pueblos del ámbito mediterráneo.
Por las referencias escritas de que disponemos, parece ser que la costumbre de celebrar la llegada oficial del invierno con opíparos banquetes ha estado generalizada en las distintas culturas del hemisferio norte de nuestro planeta, probablemente como agradecimiento a las fuerzas de la naturaleza por seguir proveyendo de alimentos a los humanos a pesar del maltrato sistemático que producimos en el equilibrio de la vida en nuestro planeta.
En esos festines, compuestos por los excedentes alimentarios almacenados desde las campañas anteriores a las correspondientes del año en curso, se aligeraban las despensas, bodegas y graneros domésticas para propiciar el buen resultado de las futuras cosechas, y dueños y arrendatarios, criados y esclavos colaboraban –de mejor o peor grado– en la preparación del ágape, y por las noticias que nos han llegado, en los ocho días que duraban los festejos en honor de Saturno –que expulsado del Olimpo fundara la ciudad de Saturia sobre la que se edificó la de Roma– ya se intercambiaban regalos y se suspendían las actividades escolares y judiciales, no había ejecuciones ni castigos, se alteraba el orden social y estaban permitidos los juegos de azar.
Con el fin de evitar que la madre naturaleza castigara sin sus dones la avaricia de los hombres, y por el carácter propiciatorio de esos banquetes, se incluían en el menú los ingredientes de la alimentación humana tanto los más comunes –cereales, panificados o en suculentos pucheros–; verduras de temporada o almacenadas en salmuera; carnes de animales domésticos, cocidas con legumbres;  pescados en salazón o ahumados y frutos secos– como  los más apreciados –especias y lujosos condimentos para aromatizar los asados de caza y las bebidas.
Tal vez en su origen se tratase de una especial ofrenda para institucionalizar el hecho de acaparar fuerzas ante la llegada del frío y, posteriormente, como ha ocurrido con otras muchas celebraciones paganas en el continente euroasiático –más próximas con el ciclo natural de la vida y mejor difundidas en las prístinas culturas prominentes–, se hiciera  coincidir con fiestas de índole religiosa, como ocurre con los carnavales, previos a la higiénica medida dietética de la cuaresma, para dejar descansar a nuestro hígado de la excesiva provisión de grasas, o las distintas advocaciones de virgen de agosto, como agradecimiento a la benefactora y maternal entidad femenina proveedora de alimento tras acabar de cosechar el cereal, por mencionar tan sólo un par de ejemplos en el expansivo mundo mediterráneo.

Y dado el gran calado que tenían estas fiestas en el ámbito mediterráneo –ya que tanto en la mitología egipcia como en la siria se conmemoraba el nacimiento de sus dioses solares, Osiris y Mitra– y su expansión con las huestes romanas, no es de extrañar que en la antigua Antioquía, donde los seguidores de los compañeros de Jesús de Nazaret comenzaron a llamarse cristianos, en el I Concilio de Nicea  se institucionalizara  al 25 de diciembre para celebrar el nacimiento de Cristo –inicialmente calculado bajo el signo astrológico de Aries, con los consabidos banquetes familiares y cívicos.
No seré yo quien intente echar por tierra la sabia costumbre festiva de nuestros milenarios ancestros, que ha permanecido incluso a las diferentes organizaciones burocráticas del calendario solar. Por el contrario, ya estoy escribiendo la relación de platos que hasta mediados del pasado siglo componían el menú funerario del año que acababa en las distintas cocinas de nuestro estado.
Así que de momento, ¡salud  y buenos alimentos, aderezados con la alegría de estar en este mundo!