Aunque actualmente es desde el 8 de diciembre cuando
los locales de hostelería y sus proveedores empiezan a ver una inusual y
deseada actividad en sus cuentas, anotando reservas y pedidos, es a partir del
solsticio de invierno, cuando queda poco más de una semana para el cambio de
año en el calendario gregoriano, cuando en gran parte de nuestro planeta
–merced a la difusión del mensaje emitido durante el último siglo desde el
mundo llamado occidental– parece desencadenarse cierto furor en la población
por moverse de un sitio a otro, con fines comerciales, afectivos o turísticos,
como para acentuar la sensación de festividad general, como muy bien saben las
empresas de marketing y publicidad, que estrenan llamativas campañas para
provocar el consumo.
Son fechas propicias para las reuniones con
familiares y amigos o con compañeros de trabajo o de clase, como antes de la
extensión del cristianismo por el resto de su imperio se hiciera en la antigua
Roma durante las Saturnalia, festejos para honrar al dios de la agricultura y las
cosechas, y las Divales, en honor de
Angerona, la oscura etrusca protectora de la naturaleza, festejos heredados a
su vez de ancestrales ritos surgidos en los pueblos del ámbito mediterráneo.
Por las referencias escritas de que disponemos,
parece ser que la costumbre de celebrar la llegada oficial del invierno con
opíparos banquetes ha estado generalizada en las distintas culturas del
hemisferio norte de nuestro planeta, probablemente como agradecimiento a las
fuerzas de la naturaleza por seguir proveyendo de alimentos a los humanos a
pesar del maltrato sistemático que producimos en el equilibrio de la vida en
nuestro planeta.
En esos festines,
compuestos por los excedentes alimentarios almacenados
desde las campañas anteriores a las correspondientes del año en curso, se
aligeraban las despensas, bodegas y graneros domésticas para propiciar el buen
resultado de las futuras cosechas, y dueños y arrendatarios, criados y esclavos
colaboraban –de mejor o peor grado– en la preparación del ágape, y por las
noticias que nos han llegado, en los ocho días que duraban los festejos en
honor de Saturno –que expulsado del Olimpo fundara la ciudad de Saturia sobre
la que se edificó la de Roma– ya se intercambiaban regalos y se suspendían las
actividades escolares y judiciales, no había ejecuciones ni castigos, se
alteraba el orden social y estaban permitidos los juegos de azar.
Con el fin de evitar que la madre naturaleza
castigara sin sus dones la avaricia de los hombres, y por el carácter
propiciatorio de esos banquetes, se incluían en el menú los ingredientes de la
alimentación humana tanto los más comunes –cereales, panificados o en
suculentos pucheros–; verduras de temporada o almacenadas en salmuera; carnes
de animales domésticos, cocidas con legumbres;
pescados en salazón o ahumados y frutos secos– como los más apreciados –especias y lujosos
condimentos para aromatizar los asados de caza y las bebidas.
Tal vez en su origen se tratase de una especial
ofrenda para institucionalizar el hecho de acaparar fuerzas ante la llegada del
frío y, posteriormente, como ha ocurrido con otras muchas celebraciones paganas
en el continente euroasiático –más próximas con el ciclo natural de la vida y
mejor difundidas en las prístinas culturas prominentes–, se hiciera coincidir con fiestas de índole religiosa, como
ocurre con los carnavales, previos a la higiénica medida dietética de la
cuaresma, para dejar descansar a nuestro hígado de la excesiva provisión de
grasas, o las distintas advocaciones de virgen de agosto, como agradecimiento a
la benefactora y maternal entidad femenina proveedora de alimento tras acabar
de cosechar el cereal, por mencionar tan sólo un par de ejemplos en el
expansivo mundo mediterráneo.
Y dado el gran calado que tenían estas fiestas en
el ámbito mediterráneo –ya que tanto en la mitología egipcia como en la siria
se conmemoraba el nacimiento de sus dioses solares, Osiris y Mitra– y su
expansión con las huestes romanas, no es de extrañar que en la antigua
Antioquía, donde los seguidores de los compañeros de Jesús de Nazaret
comenzaron a llamarse cristianos, en el I Concilio de Nicea se institucionalizara al 25 de diciembre para celebrar
el nacimiento de Cristo –inicialmente calculado bajo el signo astrológico de
Aries–, con los consabidos banquetes familiares y cívicos.
No seré yo quien intente echar por tierra la sabia costumbre
festiva de nuestros milenarios ancestros, que ha permanecido incluso a las
diferentes organizaciones burocráticas del calendario solar. Por el contrario,
ya estoy escribiendo la relación de platos que hasta mediados del pasado siglo
componían el menú funerario del año que acababa en las distintas cocinas de
nuestro estado.
Así que de momento, ¡salud y buenos alimentos, aderezados con la alegría
de estar en este mundo!
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