domingo, 29 de diciembre de 2013

HISTORIAS EN SAZÓN: Sobre los ágapes navideños

Aunque actualmente es desde el 8 de diciembre cuando los locales de hostelería y sus proveedores empiezan a ver una inusual y deseada actividad en sus cuentas, anotando reservas y pedidos, es a partir del solsticio de invierno, cuando queda poco más de una semana para el cambio de año en el calendario gregoriano, cuando en gran parte de nuestro planeta –merced a la difusión del mensaje emitido durante el último siglo desde el mundo llamado occidental– parece desencadenarse cierto furor en la población por moverse de un sitio a otro, con fines comerciales, afectivos o turísticos, como para acentuar la sensación de festividad general, como muy bien saben las empresas de marketing y publicidad, que estrenan llamativas campañas para provocar el consumo.
Son fechas propicias para las reuniones con familiares y amigos o con compañeros de trabajo o de clase, como antes de la extensión del cristianismo por el resto de su imperio se hiciera en la antigua Roma  durante las Saturnalia, festejos para honrar al dios de la agricultura y las cosechas, y las Divales,  en honor de Angerona, la oscura etrusca protectora de la naturaleza, festejos heredados a su vez de ancestrales ritos surgidos en los pueblos del ámbito mediterráneo.
Por las referencias escritas de que disponemos, parece ser que la costumbre de celebrar la llegada oficial del invierno con opíparos banquetes ha estado generalizada en las distintas culturas del hemisferio norte de nuestro planeta, probablemente como agradecimiento a las fuerzas de la naturaleza por seguir proveyendo de alimentos a los humanos a pesar del maltrato sistemático que producimos en el equilibrio de la vida en nuestro planeta.
En esos festines, compuestos por los excedentes alimentarios almacenados desde las campañas anteriores a las correspondientes del año en curso, se aligeraban las despensas, bodegas y graneros domésticas para propiciar el buen resultado de las futuras cosechas, y dueños y arrendatarios, criados y esclavos colaboraban –de mejor o peor grado– en la preparación del ágape, y por las noticias que nos han llegado, en los ocho días que duraban los festejos en honor de Saturno –que expulsado del Olimpo fundara la ciudad de Saturia sobre la que se edificó la de Roma– ya se intercambiaban regalos y se suspendían las actividades escolares y judiciales, no había ejecuciones ni castigos, se alteraba el orden social y estaban permitidos los juegos de azar.
Con el fin de evitar que la madre naturaleza castigara sin sus dones la avaricia de los hombres, y por el carácter propiciatorio de esos banquetes, se incluían en el menú los ingredientes de la alimentación humana tanto los más comunes –cereales, panificados o en suculentos pucheros–; verduras de temporada o almacenadas en salmuera; carnes de animales domésticos, cocidas con legumbres;  pescados en salazón o ahumados y frutos secos– como  los más apreciados –especias y lujosos condimentos para aromatizar los asados de caza y las bebidas.
Tal vez en su origen se tratase de una especial ofrenda para institucionalizar el hecho de acaparar fuerzas ante la llegada del frío y, posteriormente, como ha ocurrido con otras muchas celebraciones paganas en el continente euroasiático –más próximas con el ciclo natural de la vida y mejor difundidas en las prístinas culturas prominentes–, se hiciera  coincidir con fiestas de índole religiosa, como ocurre con los carnavales, previos a la higiénica medida dietética de la cuaresma, para dejar descansar a nuestro hígado de la excesiva provisión de grasas, o las distintas advocaciones de virgen de agosto, como agradecimiento a la benefactora y maternal entidad femenina proveedora de alimento tras acabar de cosechar el cereal, por mencionar tan sólo un par de ejemplos en el expansivo mundo mediterráneo.

Y dado el gran calado que tenían estas fiestas en el ámbito mediterráneo –ya que tanto en la mitología egipcia como en la siria se conmemoraba el nacimiento de sus dioses solares, Osiris y Mitra– y su expansión con las huestes romanas, no es de extrañar que en la antigua Antioquía, donde los seguidores de los compañeros de Jesús de Nazaret comenzaron a llamarse cristianos, en el I Concilio de Nicea  se institucionalizara  al 25 de diciembre para celebrar el nacimiento de Cristo –inicialmente calculado bajo el signo astrológico de Aries, con los consabidos banquetes familiares y cívicos.
No seré yo quien intente echar por tierra la sabia costumbre festiva de nuestros milenarios ancestros, que ha permanecido incluso a las diferentes organizaciones burocráticas del calendario solar. Por el contrario, ya estoy escribiendo la relación de platos que hasta mediados del pasado siglo componían el menú funerario del año que acababa en las distintas cocinas de nuestro estado.
Así que de momento, ¡salud  y buenos alimentos, aderezados con la alegría de estar en este mundo! 


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