Rosáceos, negros,
marrones, grises o manchados; de hocico chato o alargado, orejas enhiestas o
cubriéndoles los ojos, robustas patas o con afinada forma de violín y de los
más diversos tamaños, los cerdos han venido compartiendo desde el neolítico el
espacio ocupado por el hombre en la mayor parte del continente euroasiático.
Animal emblemático de la
cultura china –no es baladí su inclusión en el bestiario zodiacal– y característico de las gastronomías del norte y del centro de Europa,
su cría aparece reflejada en los poemas homéricos y en los escritos de
Jenofonte, Eliano, Eunoxo de Cnido o Demócrito, y cómo no, en Columela, que
incluye en su tratado de agricultura las instrucciones para realizar la matanza,
tal y como define este término la Academia de la Lengua : “Faena de matar los
cerdos y la de salar el tocino, aprovechar los lomos y despojos del animal y
hacer las morcillas, los chorizos, etc”.
Pautas que han seguido
practicándose, entre noviembre y enero, durante siglos en el ámbito doméstico
del medio rural, con ciertas variantes, adecuadas a las características orográficas y climatológicas, e introduciendo
técnicas y productos foráneos –como el pimentón–, ahora de forma
simbólica y testimonial en algunas localidades con fines turísticos, si bien últimamente se está recuperando en algunas comarcas donde han apostado por la recuperación de las variedades autóctonas de cerdo, criadas al aire libre en gran parte de su placentera vida.
Y ya fuera por las arduas
tareas que implicaba tal faena o por el jolgorio que el disponer de una
despensa abastecida durante el próximo año provocaba en la familia, la matanza
del cochino que se había criado con los excedentes alimentarios de casa,
sabiamente enriquecidos en su última etapa vital, matanza es sinónimo entre las
personas mayores en el agro de gran fiesta solidaria.
La ancestral importancia de
la matanza entre los festejos del calendario invernal queda reflejada en la
liturgia que estructura el evento, con la jerarquización de funciones y distribución
de tareas, así como el empleo de instrumental y terminología específicos,
propios de cada zona y, por supuesto, los platos adecuados para cada momento de
los varios días –generalmente, tres– que antaño duraba la
faena.
La víspera, mientras los
hombres buscaban helechos, hierbas secas y ramajes, que se habían de emplear
para socarrar la piel del animal, las mujeres se afanaban en limpiar todos los utensilios
almacenados desde el año anterior, preparar la leña con que hervir el agua en
grandes calderos y picar muy menudo gran cantidad de cebollas con que elaborarían
morcillas y otros embuchados, así como disponer el desayuno, las pastas y los
licores para el día siguiente.
Un hombre es el encargado
de trabar las patas del gorrino para que otro, el “matachín”, sacrificase
certeramente al animal para proceder a su desangrado; los demás varones se
encargarán de chamuscar la piel del animal, pelarlo y despiezarlo, así como de
dar vueltas a la picadora manual para desmenuzar los trozos que se embutirán en
los intestinos, perfectamente lavados previamente por las mujeres.
Y mujeres son las que se
encargaban de recoger la sangre que, con distintos aderezos (arroz, pan,
hortalizas, azúcar o sal, frutos secos, canela u otras especias), conformarán
las morcillas y cocerlas.
También ellas realizaban
las mezclas con los distintos picadillos para elaborar toda clase de embutidos,
siguiendo las instrucciones de la experta “mondonguera”, y rellenarlas tripas y
atar o coser sus extremos, para que ellos los llevasen a los secaderos.
Y eran mujeres las
encargadas de licuar la grasa del animal, para limpiarla de impurezas, y de
freír en aceite ciertas piezas antes de introducirlas en aceite o manteca; así
como de preparar los distintos platos que se consumían durante estas jornadas,
según el ritual tradicional propio de cada región, distribuidos por los
chavales entre parientes y amigos convocados para realizar la faena.
Mientras los chavales eran los
encargados de llevar una porción de carne al veterinario para su análisis, así
como de ofrecer ciertas viandas muy apreciadas de la matanza al cura, al
maestro, al médico y al boticario del
lugar para su disfrute, mientras que eran viriles las tareas del proceso de
salado de jamones y otras piezas nobles del animal.
Con las artesas, vasijas
y secaderos bien llenos, se podía afrontar con cierta tranquilidad el próximo
ciclo anual.
Sobre los productos elaborados con las distintas partes del cerdo, así como acerca de las variedades de porcino autóctonas en vías de recuperación trataré en próximas ocasiones.
¡Salud y buenos alimentos!
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