Hasta hace décadas, antes de que las ordenanzas municipales prohibieran
en la mayoría de nuestras comunidades autónomas, albergar animales de granja en
el casco urbano de las poblaciones, era habitual que las familias criaran en
sendas cochiqueras aledañas a sus casas al menos un cerdo cuyas carnes habrían
de abastecer durante todo el año la despensa familiar en el mundo rural.
También era habitual que toda la familia, acompañada por parientes,
vecinos y amigos, participara en la fiesta que en torno al sacrificio del o de
los cochinos, ya se realizara en el mismo hogar o en el matadero municipal, por
el matarife de la región, aficionado o profesional, quien no daba abasto a
realizar la tarea de matar, sangrar, abrir
y eviscerar cada animal, entre el 11 de noviembre –festividad de san Martín de
Tours– y el 12 de enero –cuando se venera a san Martín de León–, de un modo
escalonado, adaptado a la variada climatología y orografía de la Península y de
los archipiélagos que conforman el Estado –como hemos visto este año, cuando en
el último decanato de este noviembre han coincidido los bañistas en las costas
del sureste con las nieblas cerradas en las cuencas de los ríos que atraviesan
el interior.
Y fue por estas fechas, hace ya varias décadas, cuando en una incursión
que realicé con unos amigos hacia Galicia con el fin de alquilar una casa para
disfrutar el siguiente verano, una mañana me despertaron los chillidos de un
cerdo al que iban a sacrificar en la casa orensana donde dormíamos, lo que me
permitió asistir a todo el proceso inicial de mi primera matanza, ya que –según
me contaron los paisanos– cada uno de estos festejos duraba tres días, a diferencia de otros festejos de esa índole
enfocados al turismo a los que he acudido posteriormente.
Cuando bajé al patio, ya estaba el porco sobre una gran mesa de
madera vertiendo su sangre en un gran barreño, en el que removían enérgicamente
con grandes cucharones cuatro mujeres el humeante líquido, mientras los
fornidos varones seguían sujetando al animal, que era hembra, criada en cochiquera, de piel rosada y mucho más robusta que la de la foto.
Por aquel entonces una urbanita como yo ya había echado vivos a una
cazuela con agua hirviente cangrejos de río y algún que otro buey de mar así
como una centolla que mi padre había llevado a casa y con la que había estado
jugando mi hermano –quien no la pudo probar cuando mi madre la sacó ya cocida a
la mesa navideña–, y, a diferencia de uno de mis compañeros de viaje cuyo
rostro palideció ante el espectáculo, me sentí fascinada con la alegría de
aquella familia que rápidamente encargaron a un mozalbete llevar al veterinario
en una cesta cubierta con una impoluta servilleta determinados trozos del
puerco para su análisis, tras haberle chamuscado la piel “acariciándola” con
ramas de helechos secos y escobas encendidas y, una vez abierto en canal,
vaciarlo de todas las entrañas.
En ese momento, tuvimos que continuar nuestro viaje, dejando al
paisanaje atareado –las mujeres, elaborando la mezcla de las morcillas, con
la sangre filtrada, azúcar, pasas, miga de pan y especias, y el almuerzo
para el matachín y el resto de asistentes, y los hombres, lavando bien el “gocho”
antes de escaldar su piel y colgar el animal, para que permaneciera una noche
al sereno, para realizar durante un par de días el posterior despiece y la
preparación de las distintas elaboraciones con que prolongar la disponibilidad
de carne durante todo el año, según me contaron–, tras haber desayunado unas
filloas de sangre con piñones, un tazón de café con leche y una copita de
aguardiente (aún no estaba en vigor la campaña de “Si bebes, no conduzcas”,
aconsejada por un cantante ciego).
Mucho ha variado la
consideración sobre estos animales, cuyos ancestros fueran domesticados hace
más de 7.000 años en China, cuya carne no sólo ha solventado la aportación de
proteínas en los pucheros durante milenios en todas los pueblos en que su cría
se ha ido introduciendo a lo largo de los siglos, sino que también el
mantenimiento de un segundo ejemplar ha asegurado un recurso crematístico
doméstico durante generaciones para afrontar cualquier imprevisto accidental o
incidental –como inclemencia climatológica, enfermedad, operación clínica, boda
acelerada o muerte de algún integrante familiar–, con su comercialización o
trueque, que originara la forma originaria de las populares alcancías.
Cerdo, chancho, chon, cochino, cuto, gocho, gorrino, guarro,
marrano, puerco…–además de los adjudicados a las crías en distintas zonas,
durante su lactancia–, pocos son los
animales domésticos que cuentan en nuestra lengua con tantos apelativos como
estos mamíferos, pertenecientes, según la nomenclatura de Linneo, al género Sus scofra, aunque hay quien adjudica
tal nombre para el jabalí y opta por agrupar bajo el epíteto domesticus los subgéneros adaptados a su
distribución geográfica: Scofra
(tronco céltico), Mediterraneus
(tronco originario del Cristatus,
desarrollado en India y Asia menor, y el Ibericus) y Vitatus (tronco asiático,
del que se deriva el Ussuricus, del
norte asiático y Japón).
Este tipo de animales era imprescindible en las economías
domésticas hasta un pasado reciente, tanto en el medio rural –como principal
fuente de proteínas durante todo el año, ya fuera en fresco como en salazón,
curado al humo o con pimentón y otras especies– como urbano –por toda la rica y variada chacinería, sin olvidar
sus apreciadas entrañas y cortes nobles.
Sobre el despiece de los cerdos, sus variedades más extendidas y algunas de las autóctonas cada vez más valoradas en vías de recuperación , la variada chacinería elaborada con sus carnes y el aprovechamiento total tradicional del cuerpo de estos animalitos que hay quien los tiene como animal de compañía, próximamente en esta bitacora.
¡Salud y buenos alimentos!
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