Este año el mes de
mayo ha marceado, y casi todas las cosechas parecen haberse retrasado, de modo
que hemos tenido que esperar a la última semana para ver en fruterías y
colmados las primeras frutas de hueso, compartiendo espacio con los cítricos
invernales y las siempre presentes manzanas y peras o plátanos, en vez de con
los espárragos y las alcachofas primaverales, pero ya están aquí los
nísperos, las cerezas y los albaricoques, que anuncian la proximidad del verano.
Presentes en el
mercado durante todo el año, merced al desarrollo de los sistemas de cultivo y
de transporte, ahora es el momento adecuado para consumir estas delicadas
frutas, aprovechando la breve temporada en que están en sazón.
Cerezas y guindas, los rubíes del frutero
De un
brillante rojo, cuya intensidad puede acercarse al negro, y forma esférica,
como atractivas y nutritivas ampollas de sangre que encierran una pulpa blanca
jugosa y aromática, son los frutos con que al iniciarse el verano nos obsequian
los cerezos, de estimada madera que por
su dureza y resistencia al calor –se utiliza en finos trabajos de ebanistería y
en la elaboración de pipas y boquillas de fumador– durante el Medioevo se
consideraba cargada de poderes mágicos y, además de protagonizar diferentes
leyendas y emplearse para la elaboración de talismanes contra el ahogamiento y
las fuerzas diabólicas, en los ritos de mayo los mozos de muchas aldeas europeas
colocaban una de sus ramas en la casa de la mujer casadera cuya afición
pretendían afianzar.
Las dulces
variedades silvestres (Prunus avium), de origen caucásico y que las aves
extendieron por el continente euroasiático, que ya eran consumidas en el
Neolítico por nuestros antepasados, fueron cultivadas hace casi tres mil años
en el antiguo Egipto y muy apreciadas en la Grecia clásica, según menciona Teofrasto, si bien
parece ser que fuera Lúculo –al regresar de su campaña contra Mitridates, rey
del Ponto, en el año 65– quien introdujo en sus banquetes el consumo
de los frutos del árbol de la familia de las rosáceas (prunus cerasus)
que él conociera en la ciudad de
Cherasus, y que debemos las numerosas variedades conocidas en el antiguo
continente a la labor cruzada en el imperio de Roma de laboriosos agricultores,
afanados en conseguir injertos, y de bélicos soldados, que esparcieron sus
semillas por donde avanzaban las legiones al escupir –o defecar– los huesos
tras consumir los frutos, y en sus escritos Plinio el Viejo ya describe ocho
variedades de cerezas en la península vecina.
Árboles
asociados a la ambición en los pueblos celtas, en las culturas orientales
simbolizan el renacer cíclico de la naturaleza, ya que al revestirse sus
esqueléticas ramas de frondosas hojas y atractivas flores anuncia la llegada de
la primavera, celebrada en Japón con el festival de Hanami (hana: flor, -mi:
ver), cuando familias y amigos se reúnen en parques y jardines, para compartir
los alimentos que todos aportan y contemplar la efímera floración, antigua
costumbre ya registrada en Kojiki, una de las primeras obras de la
literatura épica japonesa (año 712), y en la poesía de la era Heian (794-1185),
y que en la actualidad sirve para afianzar las relaciones de hermanamiento de ciudades
niponas con estadounidenses de similar clima, que disfrutan simultáneamente del
delicado sakura, de tan breve duración.
Y si bien
en el valle del Jerte han sabido emular tal costumbre y promocionar la comarca
extremeña desde el punto de vista turístico para su promoción en el momento de
floración, hay otras regiones españolas donde desde hace siglos se producen
excelentes cerezas, como en Milagro (municipio de la Ribera navarra), que, junto
con las de Toro (Zamora), eran las más apreciadas por Ángel Muro, así como en
Alfarate (en la Axarquía malagueña), en Caudiel (Castellón), en la Sierra de
Valencia, en Aragón o en el interior de Galicia y en León –zonas en que antaño
se plantaban junto a las viñas, y cuyo
cultivo con fines comerciales se intensificó en el tercer cuarto del pasado
siglo cuando se produjo una caída en el precio de la uva, al ser un árbol muy
bien adaptado al secano que agradece estar en terrenos de regadío, lo que facilita el que durante todo el verano no precisemos en la península importar estas deliciosas frutas.
APOTECA: Por su
acción refrescante y remineralizante, su
consumo está especialmente indicado para infantes y ancianos, mujeres fértiles (especialmente, si están embarazadas) y menopáusicas, deportistas y
convalecientes, quienes padecen anemia, gota, reuma, hipertensión, artritis,
estreñimiento o estrés, así como para aumentar las defensas del organismo,
equilibrar los niveles de colesterol, paliar deficiencias renales –salvo si se
tiene condensación de oxalato cálcico–, disminuir el ácido úrico en sangre y
el riesgo de sufrir alteraciones cardiovasculares y ciertos tipos de cáncer y de enfermedades degenerativas.
Muy ricas en carotenos (eficaces
defensores de nuestra piel de los estragos solares), flavonoides
(imprescindibles en la construcción de nuevas células y no sólo para la formación
del feto) y sales potásicas (excelentes diuréticos y que equilibran el tono
cardiaco), cerezas y guindas nos aportan hierro –como delata su intenso color–,
calcio y fósforo (fundamentales para el
buen funcionamiento cerebral y la salud del esqueleto), azufre (neutralizador de toxinas), sodio
(asegurador de la humedad de todas las células), zinc (necesario para
metabolizar las proteínas), cobre y cobalto (imprescindibles en la formación de
hemoglobina), manganeso (necesario para sintetizar las grasas) y silicio
(fijador del calcio en los huesos), además de ácido fólico (esencial para el
aparato reproductor), B1 (desintoxicante natural), B2
(regeneradora celular), B3 (protectora de piel y capilares), B6
(estimulante del sistema simpático), B15 (hepatoprotectora) y C
(esencial en la formación de colágeno y huesos y en la producción de glóbulos
rojos) y ácidos málico, succínico y cítrico (estimulantes de las glándulas
digestivas y depurativos sanguíneos) y una pequeña cantidad de salicílico
(activo analgésico y antiinflamatorio natural, que puede originar ciertas
alergias), y su fibra (suave laxante, por su contenido en pectina) alberga
azúcares (levulosa o fructosa) fácilmente asimilables, incluso por quienes
padecen de diabetes.
Al producir efecto saciante con un escaso aporte calórico, son
un fiel aliado en las dietas de adelgazamiento –tan generalizadas en vísperas
de las vacaciones estivales– al tiempo que, además de estimular el
funcionamiento de hígado y páncreas, son un excelente aliado contra la
oxidación celular y proporcionan a la piel un aspecto hidratado y jugosa y radiante, como bien saben las
industrias farmacéutica y cosmética, que desde antiguo incluyen hojas, frutos,
pedúnculos y semillas de estos árboles en sus muchos de sus preparados.
Y como estos frutos no continúan su proceso de maduración una
vez recolectados, las distintas variedades de cerezas –más dulces y redondas,
que pueden desprenderse de sus rabos en el árbol, como las populares picotas– y guindas –de sabor ácido,
y excelente guarnición de platos de caza y de porcino– son materia prima de tan
exquisitas como tradicionales confituras, mermeladas y licores, para prolongar
su breve temporalidad,
pero cuando la sabia madre naturaleza nos provee de tan jugosos frutos, ¿por
qué no disfrutar de la dieta de cerezas para depurar nuestro organismo y
preparar nuestra epidermis para un saludable bronceado?
Cura de cerezas: Se
trata de ingerir a lo largo de una jornada 2 kilos de cerezas como único alimento, distribuidos en 4 ó 5
tomas, e intercalar entre horas
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