Desde noviembre hasta
marzo se recolectan en las huertas de las riberas del Ebro en Navarra, Aragón y
Rioja Baja los majestuosos cardos (cynara cardunculus altilis), cuyas
plantas, de la misma familia de la alcachofera (cynara cardunculus scolymus)
aunque de apariencia muy distinta, compuestas por una serie de largas hojas
carnosas (pencas) ligeramente cóncavas que surgen superpuestas unidas en
su base -más duras las externas, con numerosas espinas en
sus bordes, y blancas y tiernas las del interior-, proporcionan desde la Antigüedad un excelente paliativo a los suculentos
guisos y pucheros tradicionales con que los habitantes de ambas orillas del
Mediterráneo han sabido combatir los rigores invernales durante siglos.
Propia de la Europa
mediterránea y del norte de África, esta grandiosa hortaliza que alcanza
fácilmente hasta dos metros de altura y resistente a las bajas temperaturas
propias del rigor invernal, era ya muy estimada por Theophrasto (siglo III a.C.), conocedor de
sus virtudes diuréticas, laxantes, hepatoprotectoras y estimulantes de
la producción de bilis (para más detalles,
deberéis esperar al futuro post: “APOTECA: Virtudes del cardo”).
Los gastrónomos de la
floreciente Roma, heredera natural de la cultura helenística, bajo la batuta de
sus médicos y cocineros -no olvidemos que los patricios mostraban
predilección hacia los procedentes de otros pueblos del Mediterráneo-, pronto aprendieron
a apreciar en su mesa las carnosas pencas de cardo, generalmente cocidas una
vez limpias y cortadas en trozos de bocado, y mientras Plinio menciona en sus
escritos que en la antigua Roma era considerada una verdura de lujo y que
solían almacenar los tallos del cardo condimentados en salmuera o en vinagre
mezclado con miel, cominos y otras hierbas aromáticas para prolongar su
disponibilidad, si bien ya cosechada resultaba fácil de conservar en óptimas
condiciones durante más de un mes con sólo mantener sumergida su base en un
recipiente con un par de dedos de agua en lugares frescos y ventilados, como hasta bien avanzado
el pasado siglo continuaban haciendo nuestros ancestros en las antiguas
despensas y fresqueras. También el cardo mereció la atención del muchas veces
citado aunque no siempre leído Apicio, que en su De Re Coquinaria (Del Arte
de Cocina), dedica el capítulo XIX del libro III a distintas recetas para
cocinar esta verdura.
Así pues, no es de
extrañar que al avanzar las legiones por las aguas del Ebro hacia el interior
de la península cuyo nombre deriva del gran río para extender su Imperio hasta
los confines del mundo por ellos conocido, y una vez construidas las
infraestructuras precisas para
avituallar sus ejércitos -factor importante para
su rápida expansión, como muy bien habría de tener en cuenta bastante tiempo después
Napoleón-, se preocuparan por cultivar en las fértiles
tierras del valle medio del Ebro todos los árboles frutales y hortalizas que se
conocían en la metrópoli, para solaz de los dignatarios allí destinados, y no
prescindieran de los exquisitos cardos, para equilibrar el exceso de grasas que
la alimentación invernal requería con el fin de combatir la dureza del clima.
Cocidos y aderezados con una salsa de harina de trigo sofrita en aceite de oliva con daditos de tocino y de jamón, almendras o nueces picadas y tuétano y un poco del caldo de cocción, es un plato tradicional en los menús navideños navarros, riojanos y en algunos hogares madrileños, e ingrediente imprescindible en las menestras de invierno, en los últimos años se ha extendido su consumo merced a la labor de las industrias conserveras, que ofrecen en tarros de cristal esta verdura ya limpia y cocida, lista para ser aderezada con cualquiera de las salsas publicitadas por los excelentes cocineros de la tradicional merindad gastronómica cuna de la cultura de las salsas.
Cocidos y aderezados con una salsa de harina de trigo sofrita en aceite de oliva con daditos de tocino y de jamón, almendras o nueces picadas y tuétano y un poco del caldo de cocción, es un plato tradicional en los menús navideños navarros, riojanos y en algunos hogares madrileños, e ingrediente imprescindible en las menestras de invierno, en los últimos años se ha extendido su consumo merced a la labor de las industrias conserveras, que ofrecen en tarros de cristal esta verdura ya limpia y cocida, lista para ser aderezada con cualquiera de las salsas publicitadas por los excelentes cocineros de la tradicional merindad gastronómica cuna de la cultura de las salsas.
Emulando el interés ya mostrado por insignes antecesores tanto
españoles (Ángel Muro o Ignaçi Doménech) como franceses (Escoffier), que no
omitieron en sus libros varias recetas y las instrucciones para limpiar y cocer
el cardo, y a partir de la sabiduría heredada de madres y abuelas, raro es el
artífice vasco o navarro de los fogones que, conocedor de la peculiar textura
de tan carnosa verdura y de su sutil permeabilidad a los sabores, se ha
abstenido de realizar imaginativas simbiosis del cardo con otros productos
tanto del mar -moluscos bivalvos (almejas, berberechos o chirlas) abiertos al vapor o
crustáceos (gambas, langostinos o carabineros, pelados y salteados, o carne de
nécora o de centolla)-, de tierra (trufas, setas...), o bien con
delicadas partes de aves (hígado graso de oca, confit de pato...) o de reses
(mollejas de cordero o de ternera), con o sin frutos secos (almendras,
avellanas, nueces, macadamias, pistachos...) pelados y triturados en el
mortero, ocasionalmente aromatizadas con azafrán, curry, nuez moscada, macis...
No es desdeñable tal relación de posibilidades a
realizar con un mismo ingrediente, el cardo blanco -también lo hay rojo, más pequeño y mucho más delicado, del
que ya hablaré más adelante-, merecedor del papel protagonista en numerosos
bodegones de los pintores de siglos anteriores. Para eliminar cierto amargor
que en función del momento en que haya
sido cosechado el cardo o el tiempo transcurrido desde que se retiró de la
tierra, popularmente se procede a escaldar la verdura en agua hirviendo 5 min
antes de pasarla bien escurrida a otra agua salada en que terminará la cocción
en la que, para con el fin de blanquear la hortaliza (por favor: no utilizar
limón), se habrá desleído en frío una o dos cucharadas de harina de trigo.
El pequeño engorro que conlleva la limpieza del
cardo -al practicar con el cuchillo los cortes desde la
parte cóncava para trocear las pencas, hay que ir eliminando las hebras que
aparecen en el lado externo, tal y como se hace con otras verduras también
carnosas, como acelgas y apios-, se ve gratamente recompensado con los beneficios
que tal ingrediente nos aporta, tanto al paladar como a nuestro bienestar y a
nuestro bolsillo (es una verdura que apenas merma al cocer), y sirve para
recordar el celo y empeño que los agricultores ponen en su cultivo para que
llegue en un estado óptimo a los mercados: a medida que va creciendo la planta,
cuyas semillas, enterradas en el mes de junio en el fondo de altos caballones a
80 cm de
distancia entre sí.
En torno a
los cuarenta días, a principios de septiembre, comienzan a asomar las primeras
hojas de los cardos y es a finales de ese mismo mes cuando se procede a atar
cada uno, para evitar que al crecer se desparramen las pencas, y envolverlo en
papel de estraza o en tela de saco -si bien últimamente
hay quienes para rentabilizar sus esfuerzos optan por plástico negro- que los proteja hasta el momento de su recolección.
Antiguamente -como reflejaron en sus
escritos Dioscórides y Columela, además de los autores ya citados y otros
ilustrados botánicos amantes de la observación contrastada con la práctica-, para obtener el óptimo resultado de sus esfuerzos nunca
suficientemente valorados, se acaballaba sobre las plantas la tierra, para que,
además de impedir que los cardos enverdecieran al estar expuestos a la luz, el
calor acumulado en el terreno ablandara las pencas, de modo que no precisaran
ser cocidas para el consumo, sabia costumbre recuperada por algunos productores
navarros y riojanos de las riberas del Ebro que últimamente sacan al mercado en
estas fechas los exquisitos “cardos rojos” para deleite de golosos gourmets, cuyas
pencas se pueden tomar tanto crudas
y sencillamente aderezadas con
mantequilla o con mahonesa o marinadas con zumo de limón o alguna vinagreta o
rebozadas y fritas en aceite de oliva.
Adquirido ya cocido y
envasado, fresco o congelado -que ya limpio y blanqueado precisa una más breve cocción-, conviene no omitir
una preparación de cardo en nuestra dieta durante el invierno, ya que además de
alegrarnos el paladar nos ayudará a controlar nuestra talla -por su efecto saciante- y nos facilitará la
digestión de los cocidos, ollas y pucheros, platos apropiados para las bajas
temperaturas propias de estas fechas, como los que iré incluyendo durante este mes en mi blog “La
Guisandera Ilustrada”, que espero pongáis en práctica.
¡Salud y buenos
alimentos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario