Con formas redondas,
picudas o alargadas; de diversos tamaños –que van del similar a una nuez hasta
el de un balón de fútbol, además de las nuevas miniaturas tan estimadas en la
alta cocina–, con una amplia gama de colores –blanco, distintos verdes, rojo,
morado e incluso negro–, y compuestas de hojas agrupadas surgidas de un
tallo grueso y cilíndrico, las cerca de cuatrocientas variedades de coles que
merced a la laboriosidad de las sucesivas generaciones de agricultores y
hortelanos podemos encontrar actualmente en el mercado se derivan de la antigua
col marina, surgida hace miles de años en las orillas de nuestro continente, de
apariencia esmirriada si bien cargada de sales minerales que todavía se
encuentra silvestre en las costas del Canal de la Mancha.
Yuxtapuestas de modo
envolvente para formar un compacto cogollo por planta o varios, que surgen
arracimados de las yemas –como las denominadas “repollitos de Bruselas”–, o
más o menos abiertas y dispuestas en torno al tallo cilíndrico, con una textura
más gruesa y fibrosa –las rugosas “berzas”, resistentes a gélidas
temperaturas–; de fino tacto, con apariencia
de acelgas, al tener los amplios y planos nervios centrales como crujientes
pencas coronadas en verde –las “coles
chinas”, que también se consumen picadas en crudo y aderezadas como
ensalada– o albergando unas
inflorescencias carnosas de atractiva apariencia, delicado sabor y diversos
colores –“brécoles” , “coliflores” y “romanescus”, que merecen un post
aparte.
Aunque hay quienes
opinan que algunas variedades de coles –como
las coliflores y los repollos– ya se cultivaron en Egipto en el 2500 a .C., son muchos los
autores que consideran que esta amplia familia de las crucíferas es originaria
de Europa, y que fueron los primigenios agricultores neolíticos de las costas
mediterráneas quienes supieron adaptar a las características de cada terreno la
esmirriada Brassica oleracea sylvestris –de tallos carnosos y
comestibles similares a los del brécol y que aún crece de modo espontáneo en
las costas atlánticas británicas, francesas
y de Irlanda, así como en las del nordeste de Cataluña y en las islas de
Córcega y Cerdeña–, hasta obtener hortalizas de larga duración con que satisfacer
su apetito y ampliar su dieta y que, además de considerarse durante milenios
por sus virtudes terapéuticas auténtica panacea farmacéutica doméstica, también
sirviera de alimento a los animales domésticos.
Surgidas de las lágrimas
derramadas por el rey de Tracia Licurgo al descubrir que, enloquecido por la
diosa Rhea, defensora de Dionisos refugiado en la gruta marina de Tetis, había
segado la vida de su hijo Drías en lugar de una vid –según el mito griego–,
Eudemo de Atenas ya mencionaba en su Tratado de hierbas tres variedades de col cultivadas, también
muy apreciadas por Pitágoras o por Diógenes –que sólo se alimentaba con ellas y
agua clara–, así como por Horacio –como acompañamiento de carne de cerdo salada–,
el censor Catón –que asociaba a su
cotidiano consumo su insólita longevidad y sorprendente fertilidad–, César –en
cuya época repollos y coliflores ya tenían la apariencia actual–, el emperador
Tiberio e incluso Apicio –quien prefería los brotes, tal vez por destacarse, y
del que nos han llegado, además de otras cinco recetas, la de un curioso pudín: con sémola, piñones y
uvas pasas aderezado con pimienta–, y parece ser que no andaban despistados los
antiguos griegos y romanos al ingerirlas en el transcurso de sus banquetes por
considerar que preservaba de la embriaguez, ya que en virtud de los efectos oxigenantes y calmantes que
albergan sus hojas, en una universidad tejana
han extraído de ellas un eficaz remedio contra el alcoholismo.
Las antiguas atenienses consumían grandes platos de
col durante el embarazo para aumentar la subida de leche tras el parto y
celebraban un banquete con todo tipo de repollos y coliflores a los cinco días
del alumbramiento para propiciar una buena lactancia a los recién nacidos, y Marcus
Porcius Caton, escritor y orador que desempeñó el cargo de cónsul en Hispania en 195 a .C., consideraba que los
romanos habían sobrevivido sin medicamentos durante más de seis siglos gracias al empleo masivo
de coles, cuyo consumo ya recomendaba
Hipócrates cocidas con miel para atajar toda clase de cólicos y calmar la tos y
cuyas hojas en emplasto utilizaban las legiones latinas para curar herpes,
fístulas, llagas y heridas y para paliar dolores reumáticos y de costado.
Durante la
Edad Media, además de ser la base de la alimentación cotidiana de amplios
sectores de la población del norte y del centro de Europa –basta recordar el
cuento popular en que un campesino gasta el primero de los tres deseos recién
concedidos en el bosque en transformar su plato de coles en una gran salchicha–, utilizaban
apósitos calientes de hojas de col para curar accesos de ciática, úlceras
varicosas, todo tipo de enfermedades de la piel e incluso fracturas óseas –como
hizo el médico Rembert Dodens al emperador Maximiliano–, merced a
las propiedades cicatrizantes de tan humilde hortaliza por su riqueza en
azufre, que ya fuera constatada por Plinio en sus escritos, y que
posteriormente habían de salvar de la gangrena a cuarenta marineros de la
primera expedición del capitán Cook, en 1769.
Aplicadas
herederas de los conocimientos de Catalina de Médicis, las cortesanas francesas
del Rey Sol también lavaban su cuerpo con el caldo resultante de la cocción de
repollos y berzas para tener una piel suave y resplandeciente y se aplicaban en
el rostro mascarillas elaboradas con el látex obtenido al triturar sus hojas
crudas para lucir un cutis jugoso y
fresco.
Cocidas en agua con sal y tomillo –como los
antiguos griegos– o con
semillas carminativas (alcaravea, comino, hinojo) –para evitar molestas flatulencias– o con manzanas y cebolla –al estilo ruso– o piñones –el navideño plato
madrileño de lombarda–, e
incorporadas a pucheros de legumbres –para facilitar el aprovechamiento del
resto de ingredientes y la digestión de las grasas– o aliñadas con sofritos; marinadas en vinagre –al modo
imperial romano– o en salmuera –la ya citada chucrutte germánica–; en tortilla o napadas con alguna
salsa blanca (veloutés y derivadas de la bechamel) y gratinadas; enteras y
rellenas con una farsa de carne o de pescado, como plato principal, o como
guarnición de aves asadas y preparaciones de cerdo y de caza mayor; ligeramente
salteadas e incorporadas a sopas y arroces de las cocinas orientales, pero también crudas o ligeramente escaldadas y muy
finamente picadas, en ensalada –con un aliño de yogur o nata agria y mostaza, al
gusto norteamericano–, las coles blancas, verdes o moradas (lombardas),
redondas o picudas, grandes o pequeñas, son tan versátiles en cocina como saludables para nuestro organismo.
Resistentes a las gélidas
temperaturas del norte y este europeos, no es extraño que en las leyendas de
esos países se relatara a los infantes que los recién nacidos en vez de ser
traídos en el pico de las cigüeñas surgieran entre las hojas de las coles así
como los mancebos aparecían en los bancales de estas crucíferas en la
imaginativa película de José Luis Cuerda Amanece,
que no es poco.
Así que, aunque no se tenga
intención de aumentar la familia, no estaría de más aumentar no sólo durante el
invierno el consumo de todo el amplio surtido de coles en la dieta cotidiana,
cuyos beneficios en nuestro organismo reservaré para el post de APOTECA dedicado
a esta crucífera.
¡Salud y curiosidad, para
disfrutar de los buenos alimentos!
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