«Las habas de marzo, para el amo;
las de abril, para mí;
las de mayo, para mi caballo;
las de junio y julio, para ninguno».
ANÓNIMO ALAVÉS
De forma escalonada, y
no sólo por la diferencia de latitud entre las huertas de las distintas
comarcas de nuestro país y sus peculiaridades climatológicas, sólo entre
febrero y mayo podemos disponer de las delicadas habas frescas, en su vaina
aplastada de extremos redondeados, de 15 cm y
de color verde, cuando los granos se pueden consumir crudos –si son
pequeños y tiernos, tras retirarles la gruesa piel, muy rica en tanino, que los
recubre– o cocidos, con sin vaina o calzón (de propiedades astringentes), si bien al desgranar 500 g se obtienen 200 g
de semillas (con virtudes ligeramente laxantes).
De la familia de las
Leguminosas, esta planta anual originaria de la meseta de Irán ya era cultivada
en el Neolítico y se han encontrado semillas de haba en las
excavaciones realizadas en las ruinas de Troya.
Conocida por los
antiguos egipcios, en 2200-2400 a.C., quienes consideraban que en
ellas se almacenaban las almas de los muertos, por el olor que desprenden al ser secadas al
sol parecido al del semen humano y la
forma que adoptan al comenzar a germinar, parecido al órgano sexual femenino
que se va transformando en un bebé.
Aparecen referenciadas
entre las dádivas que los amonitas presentaron al rey David de Israel,y fueron griegos y romanos los encargados de extender su
cultivo por el ámbito del Mediterráneo, para el consumo humano, por su alto
valor nutricional y por soportar un prolongado almacenamiento secas (se ha
conseguido germinar las semillas encontradas en las tumbas egipcias) sin
alterar sus cualidades, y como planta de rotación, para enriquecer la tierra
nitrogenándola.
La fobia de los sacerdotes egipcios hacia la visión de las
habas que refiere Herodoto se vio acentuada por Pitágoras –también creyente en
la trasmigración de las almas–, que prefirió ser apresado antes de atravesar un
sembrado de esta planta, y de Empédocles, renuente a consumir un producto cuyo
nombre era sinónimo de testículo o tal vez porque según la mitología griega, no
las llevara Ceres entre las semillas que llevara a Feneos al llegar a Arcadia,
además de su asociación con el mundo de
los muertos, por la apariencia “macabra” de las flores de esta planta, cuyas
semillas se utilizaban en el Foro como “papeletas” para votar los castigos a
imponer a quienes no cumplían las reglas.
También Plutarco desaconsejaba
su ingesta, en este caso en las cenas (que era la comida principal en los
hogares), por provocar visiones y sueños libidinosos y alterar el reposo
nocturno, aunque el origen de tal rechazo tal vez estuviera en las contiendas
comerciales y bélicas contra fenicios y cartagineses, pues era preferible que
navegantes y soldados no desviaran su atención de la exigida por sus
profesiones.
Queda palpable esa dicotomía de amor y muerte asociada en
la antigüedad a las habas, asociadas a la muerte –al considerarse que en ellas
se albergaban los espíritus de los ancestros– y al amor –no sólo por proporcionar
sustento a los vivos, sino por facilitar y proteger su descendencia– en su
intervención en algunos de los ritos romanos: en la celebración de las Feralia, las Lemuria
y las Carnalia y en los casamientos.
Y si el 1 de febrero se le ofrecía a la ninfa del
inframundo Tacita entro otros sacrificos tres habas negras chuperreteadas por
una anciana en las Feralia para honrar a los dioses del hogar y acallar a los ancestros,
en los días 9, 11 y 13 de mayo cada pater
familiae entre otros gestos arrojaba a su espalda un puñados de esas
semillas habas al desandar su paseo nocturno por las estancias del hogar en las
Lemuria para tranquilizar a sus muertos, mientras en las Carnalia (el 1 de
junio) se consumía un suculento puré de habas secas con tocino para homenajear
a Carmia, diosa encargada del desarrollo y crecimiento de los seres vivos, y entre
ellos los hijos varones del matrimonio en que presumían se habían encarnado los
espíritus de los antepasados encerrados en las habas que se habían entregado en
sus esponsales a los recién casados (tal vez para que, al ser sembradas
aseguraran el futuro condumio familiar durante todo el año).
Muy valoradas por su poder alimenticio por Galeno y Plinio –quien
conocía que eran un alimento básico de sus legiones–, otro insigne romano nacido
en Gades (la actual Cádiz), Columela, explicó en sus escritos no sólo cómo cultivar
las habas sino los métodos de secado y almacenamiento, y también Dioscórides
les prestó atención ya que utilizaba sus hollejos a modo de cápsulas para facilitar
la ingesta de preparados medicinales de desagradable sabor, si bien el traductor
de su Materia médica Andrés Laguna,
médico personal del emperador Carlos de Habsburgo en el siglo XVI) rechazaba su
consumo por considerarlo estimulante de la líbido, como hiciera diez siglos
antes Jerónimo de Estridón, que prohibió
su cultivo en los huertos conventuales además de traducir al latín popular la
Biblia.
Ahora sabemos que las habas nos aportan potasio, calcio,
azufre, fósforo, magnesio, sodio, cloro, hierro, cobre y vitamina B1 y un alto contenido de
hidratos de carbono y proteínas, pero ya nuestros antepasados conocían su valor
nutricional, como de muestra la gran variedad de recetas tradicionales ya que tanto frescas como secas intervienen con o sin piel en gran cantidad de
pucheros tradicionales de toda Europa, donde también durante siglos se han
usado molidas para con su harina elaborar gachas, purés y panes.
Las habas, una vez
desgranadas y secadas –como ahora se hace con las alubias englobadas en nuestra
cultura bajo el genérico nombre de “judías”, que venidas del Nuevo Mundo pronto
las sustituyeron en muchos de los ancestrales pucheros (pero eso es otro tema),
junto con las patatas–, aseguraban la
nutrición diaria de muchas familias de hortelanos y campesinos hasta bien
entrada la edad moderna de las culturas europeas, por su fácil conservación y
la rapidez de su cosecha al acabar el invierno, tras haber sido sembradas en
otoño.
Y aunque su cultivo se ha visto progresivamente disminuido
por distintos motivos, que van desde la desaparición de los animales de carga
en el medio rural –que consumían sus vainas como forraje– hasta su asociación
con la miseria en pasadas épocas, sin olvidar los efectos psicotrópicos que
producía la ingesta del cornezuelo y los gorgojos que antaño parasitaban entre las
semillas en los graneros, ahora es el momento para disfrutar de las tiernas habas en sazón, leguminosa
tan delicada que las tersas vainas se oscurecen rápidamente además de
endurecerse tras haber sido arrancadas de su mata, y para animar su consumo
pasaré a relataros en otra ocasión la retahíla de preparaciones populares en que
esta leguminosa rsulta imprescindible, incluyendo la detallada explicación de
algunos de los platos que por su antigüedad puede resultar difícil encontrar en
este medio.
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