En el cambio de enero
a febrero sólo hay una clase de árboles en el hemisferio norte de nuestro
maltrecho planeta que presentan sus ramas floridas, aunque exentas de hojas
verdes: los almendros, que por esta singularidad son protagonistas de numerosas
leyendas y curiosos mitos, por lo que he optado por esta clase de árbol y sus
frutos para inaugurar una de las
secciones de este blog.
Originario de la China subtropical y de Asia
Menor –si bien algunos estudiosos botánicos localizan los primeros ejemplares
en Mesopotamia–, el almendro es un árbol cultivado por sus frutos, los almendrucos, que albergan bajo una doble
capa protectora –una verde y carnosa, que se abre y desprende al madurar, y
otra interna, leñosa– una nutritiva semilla blanca, dulce o amarga –según las
variedades– envuelta en una finísima piel marrón, que se elimina fácilmente al
dejarse secar. De la familia de las rosáceas –al igual que el melocotonero–,
alcanza una altura en torno a los 4 metros y presenta una copa redondeada, tronco
de madera oscura que se agrieta con los años, y precoz floración que surge
bastante antes de la aparición en las ramas de las hojas, ligeramente
lanceoladas y perennes.
Y ya sea por la facilidad
de su almacenamiento y transporte en óptimas condiciones y por la calorífera
combustión de sus cáscaras o por su riqueza nutricional y sus virtudes
dermatológicas, estas semillas ya gozaron del aprecio del hombre en el
Paleolítico Superior, pues se incluían en los ajuares funerarios descubiertos en el Peloponeso.
Y al igual que ocurría con
los huevos de aves y reptiles, de los que bien empollados los antiguos humanos
veían surgir “milagrosamente” nuevas criaturas, las semillas del almendro
pronto fueron asociadas con el renacer anual de la naturaleza y la inmortalidad
y, por la nutritiva cualidad de las almendras y la suavidad del fruto una vez
desprovisto de la finísima piel marrón que las recubre, con la verdad oculta,
origen de mitos y tradiciones en las culturas primigenias del Mediterráneo
oriental, ya que es un árbol característico de las zonas cálidas del Mare
Nostrum donde es fácil observar las plantaciones alternándose con olivares.
Cultivado por sirios y persas, así como en el antiguo Egipto, son
numerosas las citas de este árbol en el Antiguo Testamento: es un almendro lo
que dice ver Jeremías cuando es preguntado por Jehová, y de almendro es la vara
de Aarón que floreció y fructificó en una noche; almendras es el obsequio
propiciatorio que sus hermanos llevan a José al visitarlo en la corte del
faraón por encargo de Jacob y bajo uno de estos árboles fue donde soñó Jacob con la escala que
comunica la tierra con la mansión divina por donde bajan y suben los mensajeros
del dios de Israel y recibe la profecía sobre su estirpe, así que no es de
extrañar que en la tradición judía se sitúe en la base de un almendro (llamado
“luz” en hebreo) el acceso a la ciudad subterránea y misteriosa de la
inmortalidad.
Para la mitología griega, el almendro brota de la sangre de un hijo
hermafrodita de Zeus nacido de su líquido seminal durante un sueño, antes de que
fuera emasculado –en un arranque de locura o por decisión de la divina asamblea
olímpica– tras la muerte de Atys y transformado en Cibeles, y en almendro
convierte Hera el cadáver de la tracia Phyllis, muerta de amor ante el retraso
de su querido Acamas al regresar de Troya, y de los besos que el guerrero
abrazado a su tronco otorgaba al árbol
aún carente de hojas, iban surgiendo las pálidas flores.
Y el mito heleno de Nana, doncella que tras haber
comido una almendra se despertara preñada de Attis junto al río Sangaros,
evolucionó en el medioevo hacia la leyenda, muy extendida en algunas regiones
europeas, de que al dormir en ciertas fechas del año bajo un almendro las
muchachas “vírgenes” y tal vez los mancebos pueden soñar con quien habrá de ser su pareja.
En el lenguaje esotérico del cristianismo primitivo, la almendra mística
designa la virginidad de María y se institucionaliza en la iconografía
religiosa la “mandorla” en torno a Cristo, ya resucitado y en su glorificación
celestial –símbolo del renacimiento a otra beatífica vida–, que se prolonga
hasta nuestros días.
A los romanos –que llamaban a sus frutos “nuez griega”– o a los fenicios,
debemos la introducción del cultivo de almendros en nuestro país, pero fueron
los árabes quienes lo impulsaron y quienes –contra lo que se cuenta en los
textos de gastronomía franceses, italianos y anglosajones– inventaron en
nuestras tierras tanto el mazapán –cuya historia reservaré para otra ocasión– como
el turrón, y difundieron el empleo de la almendra cruda o tostada y triturada
para enriquecer sopas y guisos, tanto salados como dulces, y ligar salsas;
emplear su leche –cuando la del ganado vacuno y ovino estaba reservada para la
cría de terneros y corderos– como base de postres y para completar la dieta de
infantes, ancianos y convalecientes además de promocionar el empleo de su aceite con fines medicinales y cosméticos.
Muy nutritivas y energéticas, las almendras son ricas en pro-vitamina A
(retinol, eficaz antioxidante) y vitaminas de la familia B (ácido fólico, B3,
B2, B1, B6) y E –los helenos consideraban que
las variedades amargas, que ahora se usan para realizar el amaretto, eliminaban la impotencia– y aportan a nuestro organismo
hierro, fósforo, magnesio, potasio, cinc y calcio, por lo que su consumo está
especialmente indicado para estudiantes y deportistas así como para quienes
deben equilibrar sus niveles de colesterol o sufren ciertas cardiopatías.
Con fama de aumentar
la cantidad de leche materna y el tamaño de los pechos femeninos, la emulsión
de almendras peladas y cocidas diluida con agua de azahar, calma la tos,
despeja las vías urinarias y los intestinos y el aceite de estos frutos
prensados –o sencillamente, pulverizados– al 50 % con el de oliva virgen extra es
un excelente ungüento suavizante, nutritivo, hidratante y cicatrizante de
quemaduras superficiales para la piel, remedio que enriquecido con miel, vino
tinto hervido con flores y canela, ya se empleaba en las cortes faraónicas.
Otros datos no menos curiosos en torno a las almendras: si ya en las
cortes pre-renacentistas, reyes y nobles de las cortes europeas portaban un
saquito en sus bolsillos con algunas almendras para concertar la suerte, y los
perfumistas florentinos en el siglo XV ya elaboraban “panecillos” (jabones)
para el aseo femenino con su aceite aromatizado con flores; a partir de que en
el siglo XVI se confitaran almendras peladas en almíbar con clara de huevo –las
populares “peladillas”– se difundió la costumbre de entregar a los adultos recién bautizados –como símbolo
de acceso a una nueva vida espiritual– estas golosinas que hasta hace poco
distribuían los padrinos entre la chiquillería al salir de la iglesia y ahora
parecen relegadas a las mesas en torno al nacimiento del nuevo año.
Ingrediente protagonista en muchas de las golosinas que asociamos a los
postres navideños –como los “cordiales” murcianos, los “polvorones” y
“alfajores” sevillanos, los “amargos” menorquinos, las “cascas” valencianas, los
“empiñonados” vallisoletanos y el ya mencionado
“mazapán” no sólo toledano y los distintos turrones, entre otras delicias–
además de muchas galletas tradicionales disponibles durante todo el año –como
las "teules” de Sta. Coloma (Gerona), los “carquiñolis” ampurdaneses, los
“suspiros bilbaínos, los “carquiñolis” ampurdaneses, la tarta de Allariz (Orense) y la de Santiago
(A Coruña) o la “cazuela de S. Juan” granadina, entre otros manjares dulces– y
como condimento imprescindible de las suculentas “pepitorias de gallina”
castellanas y los estimulantes “ajoblancos” andaluces, recetas todas ellas
entrañables de las que me extenderé en otras ocasiones, además del histórico
“manjar blanco” medieval, cuya curiosa receta quiero compartir –sin que sirva
de precedente– en su doble versión: recogida de una manual antiguo y traducida
a los usos actuales:
MANJAR BLANCO DE CAPÓN
Triturad
enérgicamente una gran cantidad de almendras junto con la pechuga de un capón
cocido en agua especiada (especias a vuestro gusto).
Remojad
con un poco de dicho caldo y pasadlo por un tamiz de tela.
Poned
a hervir este jugo junto con una onza (30 gramos) de jengibre hasta que quede
bien ligado.
Vertedlo
en una escudilla.
Adornad
la mitad de la superficie con almendras fritas y la otra mitad con granos de
granada o si lo preferís, con confites de varios colores.
Servidlo
solo o con capones hervidos.
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MANJAR
BLANCO DE AVE
Ingredientes
para 6-8 raciones: 1 pechuga de gallina o de pollo de corral, sin
piel ni huesos; 4 tazas (1 l) de agua; 8 semillas de cardamomo; 1 cucharadita
de café de semillas de hinojo; 1 de cucharadita de café de jengibre molido; 1
vaso (2 dl) de agua de rosas o de azahar; 150 g de leche de almendras sin
azúcar; 1 vaso (2 dl) de harina de arroz; 1 ó 1 ½ vasos (2 ó 3 dl) de azúcar, según gustos;
granos de granada o arándanos, para decorar.
Una vez cocida la pechuga en el agua hirviendo
con las especias durante 90, 50 ó 15 min (según se utilice una olla normal o un
modelo tradicional o ultrarrápido de exprés), se extraen del caldo, que se deja enfriar ya
colado y unas vez templado en la nevera para desgrasarlo.
Se corta la carne en trozos muy menudos,
procurando deshilacharlos, y se deja reposar
un par de horas en un cuenco
sumergida en el agua de rosas o de azahar.
Tras retirar la capa de grasa del caldo
reservado, se diluye en la mitad la
leche de almendras antes de incorporar la carne de ave con su líquido de
maceración, para cocer a en una cazuela
cubierta sobre fuego muy suave, durante 10 min a partir de iniciarse el hervor.
Se agrega a la cazuela en forma de
lluvia la harina de arroz, se mezcla bien y, a continuación, mientras no se
deja de dar vueltas con una cuchara y siempre en la misma dirección, se va echando poco a poco el caldo restante.
Cuando ya esté todo el caldo incorporado, se bate todo enérgicamente con
una batidor de varillas y se deja cocer, muy suavemente, otros 25 min,
removiéndolo de vez en cuando.
Al cabo de ese tiempo, se incorpora en
forma de lluvia el azúcar, se mezcla bien y tras dejar cocer con una ebullición
apenas perceptible 5 min más, ya estará listo el manjar blanco para ser vertido
en los cuencos en que, una vez frío, se llevará a la mesa, adornado en el
momento con la guarnición elegida.
Y un consejo o sugerencia para quienes leáis estás líneas: realizar o
encargar alguna de las recetas aquí mencionadas –cuyas instrucciones no es
difícil encontrar en este medio– o recogidas de cocinarios y manuales, para
compartir con amistades y familiares debajo de –como niponas Eloisas– o a la vista de los almendros florecidos, como en
Japón celebran la floración de cerezos y sakuras.
¡Buen provecho y mejor apetito!
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